Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Dar y pedir luz

Autor:

Luis Sexto

Una de las formas más comunes de la intolerancia es la incapacidad para debatir. Lamento —al menos hasta donde he leído— que nadie haya entrado en nuestro «almario» nacional para entregarnos el ensayo sobre nuestra «cultura del debate», o, mejor, sobre la incultura polémica que suele inhabilitarnos para debatir razonable y respetuosamente.

Una polémica, sobre todo si pretende la seriedad, no se resuelve como si se manipularan tazas de porcelana. Es decir, como en un juego de béisbol ha de campear la pasión, cierta rudeza, el ingenio. Pero, en el medio, el juego limpio. La decencia —palabra que, al parecer, se ha arrinconado en el glosario menos frecuente— tiene su punto central en el respeto al semejante, aunque el otro se pare en el lado opuesto a donde estoy yo. De lo contrario ocurre, como habitualmente, que resolvemos cualquier polémica confundiendo ironía con sarcasmo, humor con choteo, crudeza con irrespeto, al utilizar en el debate referencias personales; trapos aparentemente sucios. O imponiendo las ínfulas del rango.

Tal vez a esa conducta la mueva la misma reacción que a la risa ante aquello que no se conoce o no se entiende: tratar de destripar con el ridículo, y a veces mediante acusaciones de alta peligrosidad, a quien nos coloca en aprietos.

Confieso mi insuficiencia para acometer ese buceo en lo más oscuro del carácter nacional. En la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas. El sabio Fernando Ortiz, en uno de sus trabajos juveniles, que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica. Cien años después, continuamos padeciendo de alergia a la crítica.

Observando bien el fenómeno lo más recomendable es una actitud de apacible filosofía que asuma esas manifestaciones como generadas por una impericia innata, una incapacidad casi irreversible para un hecho primordial: la convivencia. La cultura y el conocimiento influyen muy poco en la corrección de ese nuestro común vivir desvivido, desocializado. Seguimos pensando que la cultura es saber muchas lenguas extranjeras, mucha historia, mucha estética. Y permanecemos medio vacíos de la otra cultura, a la que aludía Chésterton —y disculpen esta otra resabida cita— cuando evaluó de muy cultos a los analfabetos campesinos españoles de su tiempo. Eran cordiales, respetuosos. Poseían la letra del corazón y les bastaba para comportarse, con notas sobresalientes, en la ciencia del convivir.

Somos, por lo general, enemigos de la intolerancia. Cuando nos sentimos intolerados nos convertimos en zapadores aplicados a la muy justa operación de resquebrajar la armazón de lo sectario y divisor. Pero, resuelto el problema, a veces resulta que nadie es más intolerante que el intolerado de ayer. Pasa la cuenta con la misma carpintería. Se erige en nuevo victimario. Y así todo ello se mezcla, se confunde en la batidora de las imperfecciones colectivas y personales.

Diré un rotundo lugar común: el debate ha de buscar la verdad. Nuestra sociedad, incluso, ha sido convocada a debatir, a vivir dentro de una multiplicidad de opiniones honradas, patrióticas, como garantía de hallar la opinión más apegada a la verdad. Y cuantos nos detenemos en una esquina a mirar los celajes o nos sentamos en los pasillos de las instituciones a mirar el mundo pasar o cuantos están incluso en posición de decidir lo que atañe a la mayoría, tendremos que renunciar a asumir la actitud del que anuncia en un cartel, como en un libreto cómico: Que nadie me toque; yo solo puedo tocar. Cualquier declaración de fe democrática, sería así anulada por la tabla rasa de un simple decreto tan dogmático como el dogma que decimos condenar.

El debate solo es válido si lo protagonizamos sentados todos a una mesa redonda. Mesa de la igualdad y del valor ajeno. En esa posición nadie debe ponerse bravo por cuanto pueda oír, ni regañar porque alguien se atreve a opinar.

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