Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Diario de un reportero

Autor:

Juan Morales Agüero

En mis años de ejercicio profesional jamás había realizado la cobertura de un huracán. La mayoría de esos cíclopes del trópico —por fortuna para unos y desdicha para otros— prefirió siempre tomar más al sur. Tal vez por esa causa, este Ike forzudo y violento nos tomó a algunos tuneros por sorpresa. A pesar de los partes y de los alertas, muchos no imaginamos que el impacto iba a ser tan demoledor.

Durante años «envidié» en el orden profesional a varios colegas del occidente cubano, experimentados en cubrir al momento y en contextos de peligro los daños de estos excesos naturales. Sin embargo, después de lo que aprecié en mi provincia, cambié de parecer. Nada se compara con el drama que deja la embestida de un ciclón. Ninguna expectativa reporteril merece tal precio.

Horas antes del paso de Ike, mi percepción de riesgo era poca. Tanto que, a pesar de residir junto a mi esposa y mis dos pequeñas hijas en un apartamento en un tercer piso, ni siquiera atiné a bajar a un nivel inferior, como recomiendan los expertos. Cuando las rachas de sabe Dios cuántos kilómetros por hora amenazaban con arrancar mis ventanas, mi conciencia me reprochó mi falta de responsabilidad. Me impuse un tardío mea culpa. Pero mis ventanas resistieron.

Al amanecer, y ya con las rachas en retirada, me fui hasta el Consejo de Defensa Provincial. Estaban allí varios de mis colegas, aguardando por un recorrido a través de la ciudad desdibujada por el viento. Tan pronto ganamos la calle chocamos con la tragedia: postes en el suelo, casas sin techos, árboles derribados, cristales hecho trizas, paredes destruidas, semblantes impotentes... Virtualmente, enmudecimos.

Regresé a casa con las vivencias desgarrándome la retina. Y choqué con otra realidad: no teníamos servicio eléctrico. Carecíamos también de comunicación telefónica para establecer llamadas o acceder al correo electrónico. Me pregunté: «¿Y ahora dónde escribo la reseña? Y en caso de que encuentre un sitio, ¿por qué vía lo transmito a la Redacción?» En ese momento no encontré una respuesta.

Con mi cámara repleta de información fotográfica y mi grabadora llena de testimonios de damnificados, dirigí mis pasos hacia el telecentro. Fue una decisión providencial, porque allí tenían instalado un grupo electrógeno, por lo cual la mayoría de los servicios funcionaban. Planteé mi problema a toda prisa y, comprensivos, mis colegas de la pantalla chica me permitieron sentarme frente a una computadora. Con una condición: que escribiera con la mayor celeridad posible.

Así, presionado por Cronos, redacté en tiempo récord para JR mi primera información sobre Ike y su barbarie tunera. Una contingencia de último minuto me impidió cantar victoria: el telecentro afrontaba dificultades con la conexión. Así que... ¡a correr de nuevo! Recordé el puesto de mando de la Defensa Civil. ¡Disponía de teléfono y de mensajería electrónica! Allí me ayudaron y logré enviar el material antes del cierre. Fueron horas de mucho estrés.

Al día siguiente, bien temprano, me fui de nuevo hasta el Consejo de Defensa Provincial con la idea de trasladarme en cualquier aparato rodante hasta los municipios del norte, que fueron los más golpeados. Me dije: «Con el primero que se dirija para allá, me voy». Y así fue. Cogí «botella» con unos compañeros que iban rumbo a Puerto Padre y Jesús Menéndez y una hora después pude evaluar de primera mano las dimensiones de la catástrofe.

Regresamos entrada la tarde. Otra vez aguardaba por mí el aprieto de dónde escribir lo visto en el terreno. Nuevamente en el puesto de mando provincial de la Defensa Civil, atestado de oficiales vestidos de campaña, me tiraron un cabo. «Tiene que ser rápido», me pidieron. Y así, bajo presión, pero agradecido, escribí mi reportaje.

Con la cobertura a los municipios de Manatí, Colombia, Amancio y Jobabo me ocurrió de manera bastante parecida. Viajé hasta sus predios «de botella en botella» con Rubén, director provincial de Vivienda, y con Xiomara, directora provincial de BANDEC. En todos los casos, rogando siempre porque mis «patrocinadores» retornaran rápido a la ciudad para que me diera tiempo a escribir y a transmitir.

En esas circunstancias mi alteración llegó a un punto tal que me irritaba cualquier observación de mi esposa, aun cuando su objetivo fuera ayudarme a solucionar el difícil trance. Luego, ya enviado el reporte, me disculpaba por haber descargado en ella —¡y hasta en mis pequeñas hijas!— buena parte de mi tensión.

Cubrir el paso de Ike por mi provincia resultó una experiencia profesional extraordinaria. Me confirmó algo que sospechaba; en casos así, es preciso encontrar alternativas de excepción y no aguardar demasiado por la logística, porque el tiempo apremia y los lectores esperan. Esa es, en definitiva, la misión del periodista.

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