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Electrodos por la libre

Autor:

Juventud Rebelde

Animado por una información aparecida en Juventud Rebelde, un contemporáneo acude a una tienda para adquirir un antivirus informático en moneda nacional. La empleada que lo atiende le indica los requisitos necesarios y añade uno más: tiene que venir con otra vestimenta. El buen hombre vestía pulóver de mangas muy cortas y discretas bermudas, tan convenientes para nuestro permanente verano. Primero sonrió creyendo que era objeto de una divertida e insólita inocentada. Pero no, vaya a usted a saber si se trataba de alguna fobia freudiana hacia las velludas pantorrillas masculinas, porque ni explicación hubo ni tampoco advertencia escrita a la entrada del establecimiento.

Las iniciativas rotuladas de santas disposiciones florecen por estos tiempos, y ojalá que todas sean creativas y aportadoras, sin rondar el absurdo o la impronta kafkiana. Lo malo es cuando encajan en una tendencia de comportamientos, según la cual cada quien, desde sus atribuidas cuotas de poder se transforma en lo que en sabio lenguaje popular se describe como «electrodos por la libre», caracterizados por tomar decisiones muy personales, sin racionalizarlas, ni tener en cuenta los ámbitos sociales, los espacios ajenos y los intereses generales.

Por ejemplo, conductores de transportes interurbanos determinan a su arbitrio, según sus preferencias personales, qué música y con qué volumen poner en el audio, aunque los pasajeros lleguen a sus destinos ensordecidos y crispados. Sin contar las incertidumbres previas al abordar la nave de cuánto le costará en la práctica el viaje, de acuerdo con la falta de menudo alegada por las tripulaciones y las indeseables tentaciones de burlar el pago.

Cualquier vecino un día se inspira y organiza un fiestón bien ruidoso, sin límite de tiempo y agrede sin piedad los oídos y el descanso de quienes cohabitan en el edificio común y hasta en la cuadra entera. Cuando se llama a la autoridad, comparece, llama la atención, los festivos bajan momentáneamente el volumen, prometen que terminarán pronto, pero una vez que se alejan los requeridores, retorna, retador, el pandemonio de los decibeles.

Nunca falta alguien que intenta convencerme de que se trata del inevitable «cubaneo», una expresión de piadoso fatalismo inmovilizador que siempre me provoca profunda aversión porque con ella se pretende tender un manto de simpatía vernacular a rechazables indisciplinas sociales, a los arreglos al margen de la ley y el orden, a la perniciosa corrupción, a la anarquía atomizadora. Nada más ajeno a las esencias de nuestra cultura identitaria.

Con ribetes más graves en diversas ocasiones y en estas mismas páginas el colega José Alejandro Rodríguez ha puesto sobre el tapete con enérgica lucidez casos de desafíos frecuentes al acatamiento de sentencias firmes de órganos de justicia competentes, que exigen aplicación consecuente, sin dilaciones.

Claro que apuesto como el más por la educación ciudadana desde la infancia, para recuperar y afincar los valores extraviados. Pero mientras aguardamos por sus frutos a mediano, o tal vez a largo plazo, se impone la acción firme, sin titubeos ni concesiones para que resplandezcan las regulaciones y normas con que toda sociedad se organiza y se hace viable. Para que reine la libertad como acto responsable en lugar del libertinaje desintegrador.

Cada vez que una autoridad del tránsito extiende una multa ante una infracción bien demostrada, por encima del eventual encono súbito que pueda provocarnos, lo que vale es el ejercicio de una función educativa preventiva, nada menos que en una cuestión potencialmente crucial, de vida o muerte.

Los electrodos por la libre llegan a convertirse en fuentes de innecesarios enojos, generadores arbitrarios y caprichosos de malestares y tensiones cotidianas, en agentes del desorden y el caos.

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