Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una cosa es el papel

Autor:

Osviel Castro Medel

Un letrero situado en la pared interior de un establecimiento que expende artículos en divisas acabó de acelerar estas líneas.

Decía, más o menos, aquel cartel sin fastuosidad: En nuestra red comercial usted tiene entre sus derechos  «ser atendido con prontitud y amabilidad, ser informado sobre los horarios de atención, servicios que se ofertan, calidad, ubicación y precio de los productos (...) ser informado sobre el uso, tiempo y certificado de garantía de los productos, conocer la existencia de un adecuado y eficiente sistema para la protección de sus derechos». En fin... el mar.

No es que luzca inoportuno o inapropiado divulgar los derechos (y hasta los izquierdos) de las personas; no es que sea ridículo o gracioso verlos escritos a la vista pública.

Sucede que ese tipo de carteles —al chocar contra la rutina diaria, en la que no siempre se ponderan tales potestades ciudadanas— nos empujan, inexorablemente, a aquella frase popular que gustaban repetir algunos de nuestros padres y abuelos: «Una cosa es el papel y otra bien distinta la vida real». O a una más drástica y acaso menos objetiva: «El papel aguanta...».

Rótulos como esos también nos llevan a otros campos que van más allá del comercio, en los cuales lo escrito, lo «establecido», lo deslizado como norma y ley parece desconocerse o ignorarse con toda la intención del mundo.

Hay ejemplos por doquier en nuestra cotidianidad. Nosotros mismos, periodistas que pretendemos con nuestro trabajo aportar un granito para que la Revolución siga siendo esa palabra, a menudo colisionamos con fuentes cerradas o mudas que se han hecho «dueñas» únicas de la información o que viven el fantasma del «enemigo» brutal para esconder problemas o «cuestiones estratégicas» (que las hay, sin dudas), e ignorar así directivas nuevas y añejas de la máxima dirección política de este país.

En ese caso en vez de una frase solemos recordar la canción infantil: «... la fuente se rompió. Uri, uri, urá, mandarla a componer». ¿Pero quien la compone?

Otro ejemplo: alguien, entusiasmado con el mundo del perfeccionamiento empresarial, me decía hace poco que cuando le habló a su director de la aplicación de un decreto de cuyo número y nombre no me acuerdo ahora, el jefe le contestó: «Eso aquí no se aplica, está derogado».

Qué bueno sería que tantos mandamientos escritos se lleven a la práctica con todo el rigor necesario: aquellos que establecen las normas de calidad, aquellos inscriptos en la Ley de vialidad y tránsito, aquellos, incluso, previstos en nuestra Constitución, uno de los documentos de su tipo más avanzados y participativos del mundo.

Y vuelvo a los ejemplos: un viejo conocido, exponía que se ha tornado prácticamente imprescindible en su centro laboral y por eso apenas tenía horas de asueto. ¿Es el único en esa situación? Probablemente no. Sin embargo, precisamente nuestra ley de leyes establece en el artículo 46 que «Todo el que trabaja tiene derecho al descanso, que se garantiza por la jornada laboral de ocho horas, el descanso semanal y las vacaciones anuales pagadas».

No podemos desconocer, por supuesto, como señala un colega, que en un país con las coyunturas económicas de Cuba, ciertas disposiciones son difíciles de cumplir al pie de la letra. Pero el necesario camino de la institucionalización del que tanto se ha hablado en los últimos tiempos —y que no puede convertirse en senda trillada ni en cliché—, debe llevarnos de verdad a que la inmensa mayoría de las letras estipuladas viva; a que los decretos y resoluciones no mueran congelados en una pared o en un papel marchito en un oscuro rincón.

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