Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

A menudo los hijos se nos parecen

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

«Nuestra juventud gusta del lujo y es mal educada, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos».

Cambiando solo algunas pocas palabras para adecuarlas a nuestros tiempos, frases en su esencia idénticas a las anteriores pueden escucharse en cualquier parte del mundo, lo mismo en el campo que en la ciudad. Y sin embargo, tal queja acerca del mal comportamiento de esos jóvenes «terribles» nos viene desde el mismísimo Sócrates, el gran filósofo griego que viviera entre los años 470 y 399 antes de Cristo.

En ello pensaba mientras leía recientemente las consideraciones que bajo el título de Recóndita, tenaz noción del bien, firmaba mi colega Alina Perera Robbio en estas páginas. Entonces la Robbio planteaba una discusión tan antigua como la Humanidad misma, a partir de un cuestionamiento que no por añejo debe dejarnos indiferentes: si los jóvenes de hoy se parecen más a su tiempo que a sus padres.

Por esos resortes extraños que mueven nuestra mente, es curioso que mientras me adentraba en el análisis filosófico y sociológico de Alina, me fueran llegando fragmentos aislados de una canción de Joan Manuel Serrat, cuya exquisita ironía la hace irresistiblemente bella: Esos locos bajitos.

«A menudo los hijos se nos parecen», inicia el catalán su canto. Y luego, en algún momento de ese tema, Serrat se refiere con maliciosa gracia al modo como los progenitores, «sin saber el oficio y sin vocación», comienzan a «domesticar» a esos críos que «cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, nuestros rencores y nuestro porvenir. Por eso nos parece que son de goma y que le bastan nuestros cuentos para dormir...».

Escucho y vuelvo a escuchar la composición de Serrat, y me convenzo más de que si queremos que las nuevas generaciones hagan suyos nuestros ideales, principios, valores éticos y morales, tradiciones y cultura, entonces es, en primera instancia, en la familia, donde recae la mayor responsabilidad para obrar el «milagro».

Cuando mis amigos me echan en cara que casi vivo para mi trabajo, no puedo evitar que enseguida aparezca la imagen de Juana, mi madre, con una fiebre tan alta que podía hacer estallar el termómetro, preparándose para cumplir, de todas maneras, con su Centro Telefónico.

No fue la mía una adolescencia económicamente espléndida, a pesar de que transcurrió en esos años 80 de añoradas bonanzas. Fue la época en que supe de las pitusas Jordache —sin dudas una marca de mi tiempo—, que llenas de zíperes, bordados y broches, desquiciaban sin excepción a los muchachos de entonces.

Yo también deseé una. Pero jamás se me ocurrió insinuárselo a Juana. Pudo influir en mi decisión el temor de que mi deseo pusiera en tela de juicio mi «ideología» —cosas de la época—. Quizá. Mas estoy convencido de que el peso mayor estuvo en la esmerada educación de una madre que, si bien alguna que otra vez logré poner fuera de sí, supo enseñarnos esencialmente con amor.

Pudo haber sido de otra manera. A fin de cuentas tenía una justificación perfecta: desde los nueve años, al quedarse huérfana, trabajó como doméstica de otros. Pudo vivir para darnos a mi hermano y a mí todo aquello que a ella desde pequeña le estuvo prohibido. Pero siempre entendió que lo fundamental era prepararnos para el mañana. Por eso siempre encontró tiempo para escucharnos, para explicarse, para convencernos.

Desde entonces los temas «difíciles» de abordar dejaron de serlo. Así, como modelo a imitar, desde el respeto, nos fue disciplinando y poniendo límites razonables. Por Juana aprendimos que poco vale cómo luzcas, si no eres honrado, humilde, responsable, trabajador, si no eres capaz de amar a tus semejantes. Ello no nos hizo personas raras. Como el resto, vivimos a plenitud nuestro tiempo, nuestras circunstancias.

Por suerte eternos inconformes, conozco a muchos jóvenes de jean a la cadera y celulares «que hablan», que adoran el reguetón, pero valen como seres humanos mucho más de lo que aparentan. También sé de sus padres, quienes han sabido hallar el difícil equilibrio entre dar y recoger. Si algunos otros están «perdidos» se debe a que los autores de sus días jamás supieron encontrarlos.

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