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Historias de parques

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Creo que nunca reparé en el hecho de cuán enlazada está nuestra vida a los parques. En ocasiones —no pocas—, la vorágine existencial del día a día nos aleja de esos pequeños edenes de árboles siempre dispuestos a abrazarnos, y solo tomamos una pausa en esos dominios cuando la fatiga y el cansancio nos hacen sentir que la gravedad ejerce sobre nosotros una fuerza descomunal.

Sin darnos cuenta, nos descubrimos embriagados con los néctares de años pasados y saboreamos cada recuerdo con el deseo de beber toda la botella de evocaciones. Y es que los parques poseen esa rara facultad: despojarnos de pesares y regalarnos la liviandad de los buenos pensamientos.

Jardines de todos y de nadie, guardan en las grietas de sus aceras, los faroles ciegos y los restos de sus bancos, las historias de encuentros, fugas y juramentos. Desde su silencio invariable han visto amanecer muchos pasos hasta que estos alcanzan su cenit. Se convierten en antiguos camaradas de rondas en el ocaso y pierden un amigo cuando una vida fenece.

No importa la época. Aunque pasen los años y los abuelos digan que los jóvenes de hoy no se parecen en nada a los de ayer, los parques seguirán conservando esa complicidad inalterable. Ya sea con pantalones anchos y tirantes o jeans apretados, faldas a la rodilla sobre enaguas de encajes o sayitas escocesas a la cadera que apenas pueden cubrir la mariposa tatuada que vuela en la piel, los besos a escondidas en los parques preservarán el aliento eterno y la sensación de un roce a prueba del tiempo.

Entonces logramos descifrar la mirada de extrañeza con cierto aire de desconfianza que lanzaban las madres al comunicarles nuestro deseo de «ir al parque un ratico».

Por supuesto, esos oasis de barrio, citadinos o rurales —no importa el entorno— adquieren connotaciones y sentidos diferentes en dependencia de la edad.

En la niñez los advertimos como el patio de juegos ideal. Los bancos se transforman en la proa de un barco en el cual zarpamos, acompañados de una tripulación de fantasía, hacia un océano de travesuras. Luego, cuando las semillas arrojadas por algún ave se vuelven arbolillos, los otrora sitios de alegrías infantiles se erigen como destinos confidentes de enamorados que intercambien cartas adornadas con poemas, corazones y promesas que en ese momento se divisan perpetuas.

Auxiliados de miles de excusas, mentirillas blancas y otras tan oscuras como los lugares planeados para los encuentros furtivos, todos en algún momento nos hemos creído Alicia Alonso y, en puntillas de pies, sin zapatillas de ballet, hemos escapado de casa para ir corriendo al parque —único universo posible para aquellos que comienzan a sumergirse en los amores adolescentes de caricias a hurtadillas.

Fiel compañero de los solitarios, cama de beodos, amigo de los amigos, salón de baile, amparo de los abandonados, aula de clases, sala de conferencias, punto de reuniones, recodo para el cansado, mesa de dominó, inicio, final... Los  parques asumen lo que necesitemos.

Ahora los han designado como «espacios de socialización». Es cierto, lo son. Sin embargo, en ocasiones los conceptos, etiquetas rígidas y denominaciones formales constriñen el alma de las cosas. ¡Cuántas sonrisas, adioses, ilusiones, desengaños y hasta la concepción de frutos nacidos al calor de cuerpos fundidos, cobijados por la noche, ha compartido el parque con su gente! La misma gente que por descuido y negligencia, los abandona, olvidándose de la posibilidad de «socializar».

Detenemos el paso, nos sentamos en una banca, ya sea de granito o de alargados tablones de madera —para nadie es secreto que muchas de estas últimas engalanan los jardines propiedad de algunas personas—, y como si hojeáramos las páginas de un álbum de fotos, vislumbramos imágenes de un pasado pícaro que nos hace soñar sin cerrar los ojos. También somos privilegiados porque en esos espacios encontramos un regalo de paz para trazar las líneas de un futuro que siempre se antoja incierto.

Y desde cualquier sitio, el ámbito seductor de ese refugio, tan privado y colectivo, nos arranca una sonrisa, una tímida lágrima, incluso mascullamos alguna que otra frase; y el caminante apresurado que pasa por nuestro lado nos ve y nos mira con desconcierto, como diciendo «pobre loco». Tal vez, ese mismo caminante interrumpirá su paso en el próximo oasis que vea. Tal vez, hará igual que nosotros, pero esa sería otra historia de parques.

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