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Máximo Gómez, poesía sublime en el alma

Autor:

Carlos Rodríguez Almaguer

Cuando este 18 de noviembre se cumpla el aniversario 174 del natalicio del Generalísimo Máximo Gómez, tendremos los cubanos todos nueva ocasión para honrar la memoria de aquel que, impelido por la fortaleza de su conciencia y la rectitud de sus principios, supo en cada momento cumplir con el deber que la Revolución le señaló.

Del guerrero incansable, del genial estratega, del General en Jefe, se ha escrito, aunque lamentablemente se lea poco y se hable menos en estos tiempos apresurados en que los paradigmas de los que empiezan a vivir suelen buscarse sobre todo en la televisión y en el cine. Sin embargo, de cómo se forjó aquel carácter recio se ha escrito menos.

Cito una referencia a este asunto hecha por Gómez en sus notas autobiográficas:

«Mi instrucción se limitó a la que se podía adquirir en aquel lugar y en aquellos tiempos, “del maestro antiguo de látigo y palmeta hasta por una sonrisa infantil”. Sin embargo, conservo recuerdos amorosos y santos de mis maestros, pues nada se quiere tanto una vez pasado el atolondramiento de la vida, cuando ya los años y los dolores han desteñido nuestros cabellos como el recuerdo de los primeros que nos enseñaron a balbucear las letras. No se olvida jamás ese sabor a pan de almas. En cambio mi educación fue brillante, bajo la dirección de unos padres tan honorables como severos y virtuosos; y lo digo con orgullo, porque si en mi vida azarosa algunas veces me he sentido bien armado y fuerte contra el vicio y la maldad tentadoras, a sus enseñanzas debo el triunfo, por el aprecio con que me acostumbraron a tratar la virtud y por la fuerza de voluntad, que con la palabra y el ejemplo pusieron en mi entendimiento y mi corazón».

Obsérvese la distinción que establece entre lo precario de su instrucción, debido a las condiciones imperantes en su país natal, y lo brillante de su educación, fruto de las virtudes que servían de base a su familia y que devendrán impenetrable escudo en el combate de la vida.

Por ello, al referirse a cómo siendo muy joven tomó el camino que casi siempre tomaba aquella juventud dominicana, mezclándose en los enrevesados asuntos políticos de su país, advierte: «siempre conservé las normas sanas y severas que imprimieron en mi carácter la pureza y ejemplaridad de mi hogar». Y serían precisamente esas normas las que le sirvieron de guía en el torbellino de intrigas y traiciones que seguirían al triunfo de las armas de la joven República Dominicana contra la invasión de las huestes haitianas en 1855, y que al cabo lo lanzarían a las playas de Cuba el 13 de junio de 1865, diez años después, acompañado de su madre anciana y dos hermanas.

Si leer sus notas autobiográficas, sus cartas o narraciones de la guerra, resulta conmovedor, la lectura del Diario de Campaña debiera constituir una obligación ciudadana en la república que tanto debe a su espada y a su voluntad. Sin embargo, hace casi medio siglo que vio la luz la última edición de esta obra con motivo de cumplirse el Centenario del inicio de la Guerra Grande, sin que podamos verla sino en algunas bibliotecas, añejada y maltrecha, cuando debiera estar, sino en cada casa cubana —lo cual sería un apoyo fundamental para fortalecer el rol de la familia en la formación del individuo y el mejoramiento de la sociedad—, al menos en cada librería y en cada escuela para que cumpla el destino de lo que realmente es: una fuente inagotable de patriotismo y crecimiento personal.

De ella regalo a los lectores no el pasaje heroico de uno de los tantos combates que reseña, sino aquel momento supremo en que el ser humano, a solas consigo mismo, repasa y se confirma la significación de su existencia. Era el 12 de septiembre de 1873 y el General Máximo Gómez, que había sido nombrado jefe del Camagüey legendario tras la muerte del inolvidable Ignacio Agramonte, hace un alto en un lugar llamado Carrasquillo, y allí se reúnen en la tarde noche las familias Gómez y Cisneros y se les ofrece una comida. El viejo soldado anota en su diario:

«Algunas horas pasé contemplando nuestra agreste reunión, debajo de las palmeras, pues había mucho de poesía pero de aquella poesía sublime que se siente en el alma y que habla al corazón.

«Nadie más que nosotros mismos que sobrellevamos la vida azarosa de una guerra, como la que hace cinco años venimos sosteniendo, puede formarse una idea de cómo se regeneran las costumbres de un pueblo, por medio de una guerra que lo haga independiente. Como se nota que cada individuo se respeta a sí mismo y el orden y la moralidad que reina en el seno de las familias consolida el bienestar de la sociedad, y en la reunión de que hago mención todo esto se podía estudiar. Sí, porque debajo de unas palmeras, en medio de un bosque, un grupo de hombres y mujeres se conducían como si fuese en un salón de rigurosa etiqueta».

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