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Las armas del médico Che

Autor:

Juventud Rebelde

Quizá, de no haber sido médico, no hubiera querido tanto al ser humano. O quizá no hubiera sabido tan bien, como supo tempranamente, que no hay medicamento como la voluntad para espantar los males.

En sus descripciones sobre la etapa de lucha en la Sierra Maestra, en el oriente de Cuba, abundan las referencias sobre las veces que el Che apenas podía respirar debido al asma.

Su voluntad lo ayudó mucho en esos días, cuando alternó ocupaciones como médico y guerrillero. Fidel, quien en tan alta estima tuvo a aquel argentino, recordó en mayo de 2004 que cuando hacía falta un voluntario para una tarea determinada, el Che era el primero en presentarse. Como galeno, permanecía al lado de los enfermos y atendía incluso a los heridos del adversario.

El Comandante en Jefe añadió que entre las cualidades que más admiraba del legendario guerrillero estaban la fuerza espiritual y la constancia, y apoyó su apreciación en un pasaje del viaje del Che en moto por Sudamérica. Estando en territorio mexicano, cada semana trataba de subir un volcán de 5 452 metros de altura y nieves perpetuas, mas sus intentos eran obstaculizados por el asma. Nunca llegó a la cima de la elevación, pero «se habría pasado toda la vida intentando subir el Popocatépetl, aunque nunca alcanzara aquella cumbre».

Además de contra el asma y el contrario, el Che guerrillero lidió con su espíritu. En Alegría de Pío, primer combate entre los expedicionarios del Granma y tropas del ejército de Batista, Guevara enfrentó la disyuntiva de curar más que pelear, o viceversa. Lo narra en Pasajes de la guerra revolucionaria. Un compañero trató de salvarse y dejó una caja de balas casi a los pies del médico, que antes de abandonar el lugar debía decidir si llevaba consigo una mochila llena de medicamentos o una caja de municiones. Cogió la caja y cruzó el claro que lo separaba de un cañaveral. Curiosamente, dos balas de una ráfaga le dieron en el pecho y el cuello, y aunque se dispuso a morir, superó la nefasta jornada.

También en Altos de Espinosa, en febrero de 1957, el ataque enemigo lo obligó a dejar una mochila cargada de medicinas, comida de reserva, libros y mantas.

En otra ocasión, perseguido él y varios rebeldes por el ejército, con disparos de morteros y ametralladoras por todos lados y un ataque de asma que casi le impedía caminar, pidió que lo dejaran atrás para no poner en peligro la vida de sus compañeros... Los siguientes diez días anduvo agónicamente, apoyándose de árbol en árbol y en la culata del fusil.

En El Uvero, cuando aún era él el único galeno en la tropa, los rebeldes combatieron durante más de dos horas y media contra miembros del ejército acuartelados. Luego, entre el sosiego y el disfrute de la victoria, contó con dolor que al finalizar el enfrentamiento había dejado a un guerrillero herido incapaz de caminar, para que fuera curado por el enemigo, tras un ético y conveniente acuerdo entre los bandos. Sabiendo que el hombre no sobreviviría, el Che estuvo tentado a inclinarse y darle en la frente un beso de despedida. No lo hizo porque sabía que significaba la sentencia de muerte.

Estas facetas muestran a un Che romántico, aventurero, arriesgado y humano, en una época en que la utopía parecía dormir sobre el alcance de los sueños.

Tal vez tener que luchar desde pequeño contra la falta de aire, y entre proyectiles después, lo ayudó a comprender cuánto puede hacerse por reparar la ventana de la vida.

Una vuelta de página nos lo devuelve niño, cuando «para Ernestico dominar el miedo sería siempre como una costumbre, como una manera de ser…». Esa aseveración de Ernesto Guevara Lynch ayudaría a explicar la fama de temerario con que emergió el legendario Comandante Guevara de la última etapa de la gesta libertadora en la Isla.

También según el padre, quien fuera ingeniero de profesión, su hijo pensaba estudiar lo mismo que él, pero decidió ser médico luego de ver morir a doña Ana, su abuela paterna, de la que no se separó durante dos semanas mientras permanecía enferma en una cama.

Años después, con la aureola que lo distinguía como uno de los más altruistas, queridos y necesarios protagonistas de la Revolución, le preguntaron por qué se dedicaba a la lucha revolucionaria y no a la medicina. Él respondió: «Es más bonito curar pueblos que individuos». (Fragmentos)

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