Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Auténticos

Autor:

Jesús Arencibia Lorenzo

He visto a Elio Menéndez, que puede dictar cátedra de Periodismo Deportivo a estadio lleno, lanzarse al ruedo de una polémica con la naturalidad de un chiquillo descalzo. Y recordar las crónicas de Eladio Secades y las de su amigo Bobby Salamanca, y las de otros aun más jóvenes, diciendo que «esas sí son crónicas», como si las de él mismo, que aún se evocan entre la afición por pícaras y elegantes, fuesen solo martillazos de un aprendiz.

El viejo Elio, de cara redonda y ojos reidores, tímido para la primera palabra y locuaz para las otras 3 000. Rápido de amistad e incapaz de aburrimientos, listo al bate para las causas fraternas.

En su sentir, los aficionados han sabido siempre más que los periodistas, pues llevan los números, y van al estadio, y persiguen cada récord solo por amor al deporte, no porque tengan que narrar un partido, escribir una plana o comentar un nocaut.

Elio, el campeón Menéndez, asombrado hasta la idolatría contando las hazañas de sus preferidos, aquel puñetazo de Stevenson, la humildad de Savón… Tanto, que a veces uno termina pensando: este hombre solo entiende de cantar a los otros, porque él, él en verdad no necesita cantos.

He visto a Fernando Pérez, amante y maestro del cine, zapatear las calles habaneras con su mochila de Quijote distraído, llenándose los ojos de gestos, ruidos, trenes, azoteas, mares, poesía. Para después narrarlos, como en un oleaje de belleza, en esas películas suyas que nos observan desde la pantalla de algún sueño.

De Fernando embelesa el timbre humilde con el que saluda, y un gesto suyo como de apretar los labios al descubrir una esencia o pensar en algún bien. Él, pasajero sempiterno de la utopía, que nos ha enseñado a mirar lo majestuoso junto al cucurucho de maní de lo intrascendente. O quizá a la inversa, porque de lo más pequeño se arman los férreos eslabones de la épica.

La vida no es silbar, pero en manos de este Pérez, genio sufridor y querible, todo parece que cabe en el ojo negrísimo de un canario. ¿Será pura casualidad que comparte con José Julián el apellido, abolengo de sencillez frente a los muros de la soberbia?

Tal vez sentado en la luneta de un cine, fantaseando un filme —que solo filmará cuatro años después— o flotando en la evocación salvadora de un remoto Madagascar, Fernando cumpla la misión del farolero de Exupèry: encendernos rítmicamente el brillo de la galaxia.

He visto a Teresita Fernández llegar a una tertulia de estudiantes, guitarra y tabaco en ristre, riéndose a pila abierta de la artrosis de sus huesos. Y recomendarles a los serios que se guarden la solemnidad; y a los tristes, que saquen al sol las penas, porque ella vino a cantar.

Más bien a encantar, seamos justos. La mamá del gatico Vinagrito nos ha dado la mano durante todas las rondas de la existencia, sabichosa como es, para que a nadie se le enfanguen los piropos o se le estrujen las ilusiones.

Teresita, maestra cantora por la que sabemos que el mejor monumento, a veces, resulta en una palangana vieja. ¿Qué se podría pintar en la lluvia sin sus acordes? ¿Cómo se harían el nudo de la pañoleta o la roleta de las bolas sin antes escucharla?

Es como si todos los papaloteros se hubiesen puesto de acuerdo para empinarle la risa. O como si los tomeguines de algún monte sagrado anidasen en su ventana.

Aunque tal vez no me crean, juro que los he visto. Y después, saboreando la felicidad de admirarlos, he sentido una profunda vergüenza. ¿Cómo es que todavía, en mí o en ti, queda una esquina del alma para la vanidad y la arrogancia?

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