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Y Trípoli, ¿es Berlín o Bagdad?

Autor:

Luis Luque Álvarez

Como las peleas callejeras, de las que la voz popular reza: «se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan», la guerra en Libia puede volverse uno de esos caminos de un solo sentido. Y las potencias europeas que se lanzaron al ring no parecen haberlo calculado.

En marzo, la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, que no autorizó expresamente el uso de la fuerza, iba en camino de ser respetada: las tropas del coronel Muammar al-Gaddafi habían recuperado la mayor parte del territorio en que se habían desplegado los rebeldes, y solo le faltaba Bengazi, pero cuando se impuso la zona de exclusión aérea y se blandió la amenaza de bombardeos, el ejército libio se detuvo, Trípoli dijo que cumpliría con la resolución, e invitó a que observadores extranjeros supervisaran su decisión. Había, pues, margen para evitar una escalada.

Ah, pero no. Sucedió como en la fábula del lobo y el cordero: aquel lo acusaba de haberle enturbiado el agua, y ante los argumentos contrarios del pobre ovejo, que desbarataban los suyos, el lobo optó por terminar la discusión y zampárselo sin muchos pretextos.

No hay, por cierto, inocentes corderos en esta historia, pero sí voluntades caprichosas. Tras dos meses de ataques, el coronel Muammar al-Gaddafi sigue escurriéndoseles a los que afinan puntería desde los aviones de la OTAN, y la Alianza —en la que Gran Bretaña y Francia llevan la voz cantante— sigue golpeando desde el aire con un objetivo claro-clarito: deshacerse de él a como dé lugar.

Si se preguntaran las razones de esta peculiar meta, aparecen en primer lugar el petróleo y el gas. Bueno, sí, pero no solo eso. De hecho, bajo el Gobierno de Gaddafi, las compañías europeas ya estaban operando en el país. De muestra, la alemana Wintershall, que en febrero olió la pólvora en el aire y suspendió sus labores. La italiana ENI ya extraía del suelo libio 220 000 barriles diarios, un tercio del combustible que consume Italia por día. La británica BP, que ya se alistaba para perforar, debió cerrar la oficina ante la inminencia del conflicto. Y la noruega Statoil ASA también pasó el pestillo.

De modo que el petróleo, como el dinosaurio de Monterroso, «ya estaba ahí». Y toda la escenografía montada pudiera ser, además, para facilitar una venganza personal contra Gaddafi, cuyas relaciones con Occidente nunca fueron de amor. Cuando en 1986 explotó una bomba en una discoteca de Berlín oeste frecuentada por marines estadounidenses, todos miraron hacia Trípoli, y lo mismo cuando un avión de PanAm cayó sobre Lockerbie, Escocia, en 1988.

Solo cuando a principios de los 2000 Libia aceptó pagar compensaciones por miles de millones de dólares, en las capitales europeas volvieron a masticar a Gaddafi. Lo acogieron con tanto cariño que se convirtieron en sus proveedores de armamento —los principales fueron Italia, Francia, Alemania, Gran Bretaña y Portugal—, y entre 2008 y 2009, el país norteafricano efectuó compras por 595 millones de euros. Entonces no preocupaba lo que hiciera el coronel con las armas, sino algo llamado dinero (o denaro, l’argent, Geld, money, dinheiro, según el vendedor).

Lo masticaron, sí, pero no se lo tragaron. Y es lo que se evidencia en estos días. Si aciertan en el blanco y Gaddafi muere, las copas de champán dejarán escuchar su grácil tintineo, sin embargo, ¿podrá Occidente tumbarse a descansar en el sofá? Seguramente no. Pero la resolución 1973 no autoriza una intervención terrestre. ¿Y se puede controlar un país sin poner tropas en el terreno…?

A eso mismo están abocados los europeos: a buscar otra resolución en el Consejo de Seguridad y a desplegarse. Dicen no quererlo, pero ¿cómo modelaron a Alemania a su gusto, al fin de la II Guerra Mundial, sino ocupándola? Claro, que el referente más cercano no es la Alemania de 1945, sino el Iraq de 2003, donde, pese a que Saddam Hussein salió pronto de la escena, quedó claro cuánto se desgasta el ocupante para tratar de controlar el polvorín.

¿Está dispuesto Londres a pagar otra vez el precio? ¿Lo está París?

Mal cálculo, repito, muy malo. Lo que sucede cuando, sin dar tiempo a las palabras, se deja ladrar a los cañones…

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