Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Testimonios de gran valor

Autor:

Alina Perera Robbio

Hace muy poco, durante una conversación telefónica, el doctor Jorge Pérez Ávila me hizo un planteamiento difícil al cabo de estar cerca de media hora comentándole mi valoración sobre su libro Sida: nuevas confesiones a un médico, de la Casa Editora Abril, recién salido de los talleres de impresión.

«Qué críticas harías —me dijo—; porque no todo serán elogios…». Mi respuesta, sincera, fue esta: «Médico, a pesar de las contingencias y apuros de esta vida nuestra, me bebí el libro de un tirón». Le estaba diciendo que su obra más reciente lanza ganchos, de tal modo, que el lector no puede echar el texto a un lado si está a mitad del camino.

El primer razonamiento para explicar ese juicio es que el libro hace algo que muchos, en el mundo de la comunicación, han olvidado hacer: cuenta historias. Y al ser humano, desde tiempos inmemoriales, le fascina conocer tramas de sus semejantes, sobre todo si son reales.

No olvido que recién salido del horno su libro anterior (Sida: confesiones a un médico), entrevisté a Jorge Pérez, avivada por una curiosidad nacida de aquel texto, ante el cual uno se asoma a la naturaleza humana como quien lo hace a un espejo y pregunta, en examen de conciencia, qué ha hecho consigo mismo. Entonces pregunté algo que también tiene que ver con el libro de ahora

—«¿Qué lecciones extrajo de haber conversado con los pacientes?»—. Y el médico se lanzó a las honduras:

«La necesidad de aceptar que hay disímiles comportamientos humanos. Hay quien ha estado casado con una persona durante nueve años y no ha dicho que tenía VIH. Hay quien puede aparentar tener valores cuando en realidad no los tiene, y a lo mejor es un ladrón y hasta un asesino. El asunto es complejo, porque el ser humano tiene en su unidad central un cerebrito que comanda muchas ideas. No esperes un comportamiento homogéneo en todos. No esperes bondad de todos, como tampoco esperes la maldad en todos los seres humanos. Yo no espero maldad de nadie; nunca pienso que alguien me engañará, aunque sé que en algún momento puedo ser víctima de esa actitud. No puedo hablar contigo ahora y pensar que traes malas intenciones, porque eso sería una verdadera paranoia».

El nuevo texto me ha dejado el mismo sabor recóndito que el precedente: es decir, la certeza de que vivir es un arte fino y difícil; que hacerlo implica responsabilidad; y que sin dudas, como dijera el racionalista Descartes, de los sentimientos dependen todo el bien y todo el mal de este mundo.

A través de historias rotas, y de otras muy particulares, en las cuales el azar cambió bruscamente la suerte de algunos a quienes no parecía irles mal, Jorge Pérez desliza esas ideas en su condición de humanista y filósofo, de hombre que vive y trabaja intensamente, y que ha elegido, felizmente para muchos, escribir.

A través de episodios conmovedores como el del violinista, o el de la bailarina, o el del proxeneta, o el del desafortunado, recordamos que la falta de cariño es la fuente primaria de casi todas las desgracias. En un libro salvador, Pérez pide que nos comuniquemos con nuestros seres entrañables y con cuanta persona nos importa, pues solo llenando todo espacio baldío, en incansable goteo de cariño y conocimiento, ganaremos la batalla a la infelicidad, y a la muerte fácil.

Aunque por razones obvias casi todos los capítulos trasuntan tristeza, hay otros que abordan la arista edificante de un ámbito, el de la salud, donde se despliegan grandes esfuerzos: así, reconfortan las páginas que cuentan sobre la entrega de un administrador honesto y sensible. Y ese asunto que (como en todos los episodios) sirve de rampa de lanzamiento para las reflexiones de Jorge Pérez, nos remite obligadamente a la hora actual del país, tan urgido de mujeres y hombres buenos y comprometidos, especialmente allí donde se administren recursos, o se trabaje para atender a las personas.

Pérez vuelve a ofrecer testimonios de gran valor, donde además de saberse sobre la aleccionadora suerte de otros, se advierte la consagración suya y la de sus colegas, y la sensibilidad de una Revolución que no abandona a sus hijos. Es admirable su tiempo dedicado a estampar sobre el papel cómo es que se lucha a brazo partido contra la miseria del espíritu, contra la ignorancia y la incertidumbre (en un mundo enfermo de incertidumbre), siempre en pos de toda esperanza posible.

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