Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Soy de aquí

Autor:

Luis Sexto

Aún en mi pueblo se yergue la casa donde crecí hasta los nueve años, y está también la ventana desde donde, al mirar el atardecer, recibí la impresión de que la vida carecía de sentido: todo tenía fin. El episodio lo conté hace años en una crónica condenada también a morir con el día. Incluso, en un poema aún inédito retraté aquel momento tan lejano en el tiempo y tan presente en la flaccidez de mi envoltura carnal: Cuando hacia el oeste/ se juntan/ la bola amarilla/ de la tarde/ y el blanco viejo/ del cementerio, /por qué todo acaba,/ papá.

En estos días la dicha ha recurrido y ha vuelto a premiarme con una visita a mi casa sentimental y permitirme echar mis ojos hacia el rumbo de donde me llegó la primera tristeza. Varios de mis coterráneos, vecinos del pueblito de donde salí a los nueve años, en 1954, y que me vieron crecer, se asombraron ante la precisión de mi memoria. Qué habría olvidado de mi General Carrillo si fui indicando lo que había donde ahora ya no está lo que hubo y a la vez nombraba a las personas que tampoco están.

Mi pueblito nunca me abandonó, quizá se acurrucó clandestinamente bajo algún tapete del pasado, y la mañana nublada en que subí al tren junto a mamá y mis dos hermanos todavía colorea mis recuerdos. ¿Por qué nos parece tan triste la ida que no promete la vuelta? Pero he vuelto más de una vez, como el buen deudor regresa a quien algo le prestó. Y el pasado 22 de febrero llegué acompañado por el primer secretario del Partido y la presidenta del Gobierno del municipio de Remedios, y tres amigos: la sensible Leydi Torres Arias, el servicial Tomás Rojas y el cordial Jesús Díaz. Iban a entregarme el más intenso y también el más inmerecido premio de mi existencia.

Varios de mis coterráneos, encabezados por Perico San Pedro y Rolando Ramos, amigos de Elda y Manolo, mis padres, se habían reunido en la Casa de la Cultura. Esta era la fonda de Nene, dije al entrar y evocar los antiguos olores que solo yo podía percibir. Varios estudiantes elegidos de la música, al son de armónicas cuerdas y percusiones, cantaron una pieza, movida como palma bajo el viento y con un estribillo, o una frase final que me estremeció:  Luis Sexto es también de aquí. Sí, yo soy de aquí. De aquí. Y luego Gisel de la Rosa, presidenta de la Asamblea Municipal de Remedios, casa matriz de mi cultura, de mi fe y mi honra, leyó un acuerdo en que se me nombraba hijo ilustre de la octava villa de Cuba.

¿Ilustre yo? No los engaño. Lo deseé sobre todo cuando los años ya me iban convirtiendo en la posibilidad de constar solo como un asiento en el tomo primero de nacimientos de General Carrillo. Cuánto esperé, hermanos, cuánto trabajé para habitar —no sabía cuándo, ni cómo— este instante que se me figura el juicio final para quien, entre yerros y nobles propósitos, reclama sobre todo una virtud: haber andado constantemente, como entre celajes, por las calles polvorientas de mi pueblito y saludar de vez en cuando a aquella gente de mi corazón. Buenos días, maestro Fruto; y a usted también, señor juez Celestino Fábregas; y también a usted, Fray no recuerdo el nombre, franciscano que me golpeó la mejilla caritativamente por entretenerme mientras predicaba en la iglesuca construida por miembros pudientes de mi familia. Ah, y cómo estarán tus huesitos, Emilio Manengo, mi compañero de juegos, muerto de tétanos poco después de haberme marchado a la capital desconocida, ajena y ruidosa.

Lo he creído sin devaneos: ningún prestigio será completo sin el reconocimiento de los que testificaron haberte conocido desde cuando asomaste la cabeza entre los quejidos de mamá. Es la valoración suprema. Aunque se equivoquen, al reconocerte como alguien valioso para tu terruño, uno duda menos del merecimiento propio. Si ellos lo dicen, si ellos aceptan que tú seas hijo ilustre, qué oponerles.

Y sin embargo, aquella tarde acudí a un argumento que me preserva de toda culpa por aceptar sin méritos tanto honor. Y les dije que como sé un poquito de gramática y me defiendo con la palabra, vamos a modificar el título. Quitemos la i de ilustre, invirtamos la oración y digamos: Remedios y General Carrillo le dan lustre al más indigno de sus hijos. Y quedé limpio de toda vanidad y seguí siendo aquel niño que aprendió en su pueblito, mirando la tarde a través de la ventana, a intuir tan tempranamente la brevedad de la existencia.

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