Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿Oportunidades o prohibiciones?

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

Cuando las revoluciones persisten en crear oportunidades, en vez de generar prohibiciones, alcanzan una fórmula especial de perdurabilidad.

Cuántas veces fuimos tentados por los enfoques coercitivos, en vez de los preventivos y salvadores, al analizar complejos fenómenos de nuestra sociedad. Vienen al recuerdo los tiempos en que, siendo un adolescente, se debatía entre los mayores la necesidad de aprobar una ley contra la vagancia.

Ya por entonces —sin haber caído el modelo socialista europeo y de la URSS, ni sufrir las crisis subsiguientes—, las esquinas de nuestros barrios comenzaban a engordar de cierto parasitismo, en este caso «intestinalmente» social.

Comparo aquella situación —y la que hemos vivido en años más recientes—, con 110 844 jóvenes trabajadores por cuenta propia, de ellos 67 532 que anteriormente no trabajaban, o los más de 50 000 cultivadores de tierras en usufructo también en esas edades, con los que llegamos aproximadamente a la pasada fiesta del trabajo, gracias a las oportunidades ofrecidas por la actualización económica aprobada en el VI Congreso del Partido.

La pluralización del escenario de nuestra economía promovido por la apertura a formas nuevas de propiedad —desde las más individuales hasta las más socializadas—, proceso que debe acentuarse en los próximos años, dinamita viejas y absurdas trabas, permite transparentar prácticas anteriormente satanizadas, y crea un cuerpo de incentivos para unas fuerzas productivas, urgidas de los anteriores y de otros poderosos estímulos para acabar de romper sus nudos gordianos.

Ya alguna vez meditaba que a veces dejamos que los fenómenos se nos trastoquen en una secuencia peligrosa de acción y reacción. En una cadena descontrolada de «física social», en la que los desajustes son enfrentados más desde lo pasional o instintivo que desde lo racional.

Si la violencia u otros desajustes sociales se dispararan, inmediatamente algunos apuntarán que se requieren más policías, y que estos sean más beligerantes, y las leyes sometidas a un apretón de tuercas... en asuntos con soluciones más humanas y constructivas.

El resultado —alerté entonces— podría ser un estado policial efímero, intrascendente, pero nunca un decoro permanente, duradero. Y no podemos olvidar que cuando José Martí inspiraba para Cuba una nueva república, la bautizó con el sagrado apellido de «moral».

Pero una república moral —comenté— no se levanta reprimiendo, sino salvando. Siempre alecciona aquella reacción del Apóstol frente al cubano que intentó envenenarlo en Estados Unidos. Gracias a la «clemencia» del hombre a quien pretendió arrebatarle cobardemente la vida, el potencial asesino terminó en el campo mambí. El Apóstol no salió a buscar al criminal, sino las razones de su conducta, y el resultado fue esa milagrosa transfiguración.

Ese es el espíritu que debe seguir alimentando los proyectos nacidos en Cuba en los últimos años, para reactivar la dimensión ética de nuestra espiritualidad, cuya integridad es amenazada por no escasos y dolorosos desmoronamientos.

La intelectual Graziella Pogolotti narraba recientemente la historia de un vecino belicoso de la Fundación Alejo Carpentier. El hombre, encerrado en su «estado mayor» del escándalo musical, no dejaba en paz al barrio. Todo aconsejaba olvidar el asunto porque el «agresor» había estado hasta preso. Pero la humanista decidió honrar su condición. Un buen día le tocó a la puerta, se presentó con toda decencia y le explicó que, bajo el ruido insoportable, a los circundantes les era imposible hacer sus tareas.

¿La respuesta inesperada? ¡Si todo el mundo actuara como usted, yo sería diferente…!

La pregunta que se hace ahora Graziella es cuánto tiempo hacía que alguien no le daba la mano a ese hombre, pues resulta que la historia ha terminado en un intercambio de regalos musicales.

Hay que creer entonces en la certeza de un prestigioso profesor que pone bajo cuestionamiento la vieja creencia marxista de la «inmaterialidad» de la conciencia. Es preciso asumir, como nunca, que al valor místico, subjetivo, psíquico, anímico de la ética, hay que agregarle su «envoltura material», pues esta no se da sola, «milagrosamente», como entelequia sobrenatural y aislada.

Muchas de las apatías, desmovilizaciones e incongruencias sociales de estos años parecerían insuperables si redujéramos nuestra ansiedad transformadora a simples voluntarismos.

Como ya he sostenido, la república moral que nos hemos propuesto debe armonizar especialmente con la material, para que tengan adecuada simiente los valores que hemos estimulado hasta el delirio: la honestidad, la decencia, el decoro, la integridad, la honorabilidad, la rectitud, la pudicia, el amor al trabajo...

Y ninguno de esos valores se alcanza prohibiendo, sino abriendo, incluyendo, enamorando… con el perdón de todos los gerundios.

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