Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Margarita

Autor:

Osviel Castro Medel

En el semblante se le dibujaba la humildad, propia de los rostros curtidos en el campo. Dijo que se llamaba Margarita —como la flor, como la conocida isla venezolana de ancestros indígenas guaiqueríes—, y me contó que la esperaban con latidos en tierra bolivariana.

Le quise adivinar la edad cobijada bajo la pañoleta casi campesina y el rostro sin cosméticos. «Tengo 58», reveló con los ojos crispados, acaso por el anuncio del despegue.

Vino el silencio natural de la partida. Segundos después la pista se nos escapaba allá abajo, microscópica, vencida por la altura del avión, insertado ya dentro de las figuras de las nubes demasiado blancas.

Pretendí encontrarle la profesión en sus manos delgadas y nervudas, que de seguro alguna vez machacaron especias con piedras o lavaron ropa en un río, pero tuvo que decírmela a poco: «Soy enfermera».

Narró que, después de unos 40 años de auxilios profesionales, ya se iba a jubilar de los fármacos y jeringuillas, «pero llegó esto como estímulo» y entonces desembarcó, en 2012, cargada de afectos, en Chaguaramas, uno de los 15 municipios del Estado Guárico.

De modo que este viaje en avión, el tercero de su vida, era un regreso, luego de un mes en casa, tiempo en el que estuvo arropada por sus tres hijos y los nietos que le despiertan la felicidad de la maternidad repetida. Era un regreso como el de otros, que atrás dejaban el fuego amoroso e inigualable de los suyos.

Supe después que vivía en Minas de Charco Redondo, un poblado de extintos yacimientos de manganeso, enclavado hoy en el municipio granmense de Jiguaní, en la cordillera de la Sierra Maestra, donde ahora se levanta un imponente policlínico con variados servicios. Supe que lloró, como millones, el deceso del Gigante Chávez, más gigante ahora cuando el tiempo ha hablado.

«Yo no estaba cuando la guarimba», me dijo para referirse a la violencia fascista desatada por el ex candidato presidencial, el antichavista Henrique Capriles. «Pero estuve tensa», me confiesa. Tensión lógica por sus compañeros de batalla.

Supe que lloró ahora, al retornar. Porque despegarse de las Minas..., donde pasó toda la vida, tira fuerte del alma. Y mientras me poblaba de anécdotas se fue acercando, ardiente, sin percatarnos, la costa caribeña de Venezuela y las sombras del aeropuerto internacional de Maiquetía, Simón Bolívar, en Vargas; ese por el que pasan millones de personas cada año; ese que a menudo brinda el primer abrazo a los que arriban, desde el martiano suelo, con un mundo de expectativas y deseos.

Tocamos tierra al fenecer la tarde y no la vi más porque la perdí en la muchedumbre y porque yo iba rumbo a Santiago de León de Caracas, la ciudad que, afortunadamente, después de 445 años y diez meses de fundada, conserva más el apellido indígena que el nombre colonizador. Camino a la urbe, por la avenida, se fue asomando la noche, salpicada de cerros, un montón de luces y veloces motocicletas con trayectorias zigzagueantes.

A la sazón, sobrevinieron los primeros sentimientos y extrañezas del recién llegado. Pensé en los seres más queridos, pensé en Cuba. Y en Margarita. Pensé en los tantos cubanos que como ella, retornan, o llegan por primera vez a Venezuela a brindar vida, a ofrecer una de esas mieles del alma que no se pueden pintar con las palabras.

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