Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Yo sé quien soy

Autor:

Luis Sexto

Borges, el polémico, el a veces repudiado y citado o leído Jorge Luis Borges, confesó en un breve relato titulado El remordimiento el único pecado que quizá él, tan severo, haya cometido: no ser feliz. ¿Y puede uno ser culpable de no alcanzar la felicidad? ¿Depende absolutamente de la persona? ¿Es completa, única, constante?

Lo único verdadero es que el hombre como especie aspira a ser feliz. Los medios se le ofrecen, y a veces se convierten en fines esenciales para ser feliz mediante el placer: el amor, el comer, el viajar. Son fases comunes y también eventuales de la felicidad. Marx, que en tantas definiciones acertó, no la define, sino nos sugiere —al responder una pregunta de una de sus hijas— que la felicidad es más un estado que una sensación momentánea. El filósofo dijo, como es sabido: la felicidad está en la lucha. Podría interpretarse como la lucha por conquistarla, o por conquistar la felicidad para los demás. O la felicidad se genera y acrece en cualquier acción que implique luchar, arriesgarse. En lo atinente a Marx, sabemos que su lucha fue por transformar al mundo invirtiendo la pirámide social: la base, el proletariado, arriba; los propietarios, el vértice, cabeza abajo.

Posiblemente, cada cual sea feliz según convenga a sus deseos o frustración. Y con la pluralidad de aspiraciones, los modos de conquistar o merecer la felicidad también resulten diversos. Pero si el derecho a ser feliz es improscribible, se prohíben legal o éticamente ciertas formas de ejercer o conseguir la felicidad. Vedado está, aunque unos y otros violen la frontera de la prohibición, ganarla sin discriminar los medios. Porque ello implicaría robar, explotar, engañar para alcanzar la idea que uno ha moldeado de la felicidad. Las telenovelas ilustran, un tanto hiperbólicamente, la búsqueda de la felicidad mediante mañas implacables. Quizá ese 0,5 por ciento más rico entre los ricos, utilice fórmulas carentes de solidaridad y de generosidad. Desde los Evangelios hacia acá, muchos libros condenan la riqueza, patente de corso, con ciertas excepciones, del egoísmo, de la crueldad, del abuso de poder.

Lo más apropiado sería no ser ricos. El rico es candidato a derivar en hostis generis humani, como reza una expresión del derecho. Suele suceder que en cuanto conflicto social o bélico del presente, junto con la geopolítica de dominio de países poderosos, se mezclan los intereses de los ricos o de sus corporaciones, que alzan o bajan Gobiernos y dominan mercados, materias primas y combustibles, convirtiéndose así, impunemente, en enemigos del género humano.

Lo reconozco: algunos de mis lectores tendrán sus ideas de la riqueza. Tal vez aspiren a acumular mucho dinero y tantos bienes inmuebles que los bancos se repleten y le falten papeles al registro de propiedad. Pero en ese sueño metálico no los acompañaré. Tal vez camine junto a cuantos deseen vivir mejor sobre fundamentos de justicia y honradez. Y en ese afán los apoyaré con lo único que tengo: mi teclado y mis dedos. Porque vivir en Cuba implica trabajar, luchar por el bienestar sin que las diferencias se atrincheren en los extremos, como el norte rico y el sur pobre.

En verdad, tendremos que despejar los espacios para que a ningún compatriota le hinque el remordimiento de no haber intentado ser feliz. Pero aunque la sociedad disponga los medios, la decisión de lograr la felicidad pertenece a cada uno de nosotros. Dependerá de lo que nos propongamos para vivir contentos con nosotros, o vivir descontentos si alguna vez la conciencia se nos abre a una franja de claridad. Porque hay tanta ostentación de noches enjoyadas sin ética.

Para mí, resumiendo este muestrario de lugares comunes, la felicidad se teje con hilos de araña. Es tan endeble que un plumero doméstico la puede deshacer. Prefiero elegir la vergüenza —arma que nos propuso el puro Agramonte— como el síntoma primordial de ser o de haber sido feliz, a pesar de tanta pérdida familiar, de tanta renuncia afectiva, de tanto acto fallido. Ética derivada en sentimiento, la vergüenza apuntala la dignidad personal, esa autoconciencia que nos mantiene íntegros, porque nos hace decir como el Quijote, feliz en su misión caballeresca, aunque habitualmente golpeado y desmontado de Rocinante: «Yo sé quien soy». Y como lo que soy y en lo que soy, obro para ser feliz de la única manera estable: en paz conmigo mismo.

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