Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los hijos, los nietos, el viejo Andrés

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

A modo de capsulares instructivas, con el nombre de Para la vida, la televisión cubana transmitió durante varios años en horario estelar un breve espacio, loable por su buena factura y la intencionalidad de sus propuestas, que buscaba anclarse en casa para promover la autorreflexión familiar, la negociación colectiva de los miembros del hogar y la meditación per se del individuo.

Personajes como Adriana —la joven que no acompañaba a su madre en los quehaceres domésticos y veía estos alejados de sus rutinas y adeudos caseros—, o Javier —el pionero que salía a jugar sin quitarse el uniforme— todavía conviven en el recuerdo televisivo de una generación de cubanos que crecimos bajo los repiques de aquellas representaciones aleccionadoras.

Entre esas historias, definibles como apoyaturas didácticas para la eficacia de tan sano propósito formativo, aún suele aludirse con recurrencia a quien se va a morir solo, el viejo Andrés, lánguido patrón de la ancianidad desolada y triste de la que habló Martí, previsor de lo que bien puede hacernos padecer cuando no se ha cuidado de los años mozos, ese período en el que la vivacidad y el ímpetu han de conducir favorablemente hacia el crecimiento, la multiplicidad de caminos y la atinada búsqueda de perspectivas en todas las esferas de la vida de uno, a corto, mediano y largo plazo.

Por ello, no será nunca anticipo ni absurdo capricho de ubicar los bueyes detrás de la carreta, que miremos de modo reflexivo este asunto todos los que, salvaguardando distancias y sentimientos, compartimos una proximidad en edad a los imaginados nietos del viejo Andrés, a los que no les enseñaron a visitar a su abuelo, por el motivo de quererse reciprocar con el olvido los resquemores de una estrecha mensualidad y esporádicas atenciones.

Si bien no protejo la postura de pagar con la misma moneda los vacíos que, consciente o inconscientemente, con preocupación o sin ella, los padres dejan en uno, sí apuesto porque la familia sepa discernir, orientar y esclarecer a tiempo, tendiendo a corregir errores y no a ensancharlos con el ánimo del malestar que con el paso del almanaque se torna crónico y no favorece nada.

Sé que quizá puedan asistir claras razones: cada caso revela una situación particular. Pero si todos obráramos como el hijo del abandonado veterano, estaríamos negándole a nuestros propios descendientes las instrucciones, los modales, los comportamientos y las experiencias que no nos dieron o no logramos alcanzar y que, sin embargo, la vida, en su curso largo y tortuoso, ha llegado a enseñárnoslo.

Nadie quiere que sus hijos sean peores que uno. ¿O me equivoco? Al menos para los míos, cuando lleguen, quisiera lo mejor, hasta circunstancias y posibilidades que no tuve yo, sin que eso los tiente hacia el facilismo o la renuncia al trabajo y al esfuerzo sostenidos para alcanzar proyectos, paso a paso.

Ahora bien, más que corregir o limar las asperezas de ciertas actuaciones, la vía de mayores aciertos siempre radicará en pensar y repensar qué hacer y cómo encauzar aspiraciones desde nuestra propia juventud, desde el tiempo de probar, cambiar y encontrar el mejor lugar para uno.

No debemos coexistir con las metas obsesivas, los deslumbramientos ni los objetivos más allá de los intereses y las condiciones que concretamente poseemos para alcanzarlos. Claro está, tampoco se trata de asumir nuestra práctica en esta etapa tan rica y diversa con desplazamientos poco convincentes, indeseados e inseguros, o limitarnos al experimento o a la aventura meditada ante el temor de lo que pudiera pasar mañana. Por encima de todo hay que apostar por la plenitud en cada momento.

Y esa integridad ha de implicar también planes, intenciones, miradas desde uno mismo hacia el futuro, actuaciones que se van sedimentando como la semilla que uno reserva para la cosecha, para la mejor cosecha: la de los hijos, la de los nietos, la familia y la sociedad toda... todas menos la de Andrés.

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