Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El animal

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Tres horas antes de oscurecer, a las cuatro de la tarde, el cielo perdió los brillos del verano y la noche cubrió la ciudad. Una ventisca se deslizó por las ventanas y varias puertas giraron de pronto. Se escucharon unos portazos y en el pasillo alguien gritó: «¡Hay que cerrar las ventanas, viene tremendo aguacero!».

La advertencia llegó tarde. En segundos el diluvio cubrió los edificios y desde los ventanales el paisaje desapareció en una niebla intensa. No se veía nada. Ni los postes de electricidad, ni las calles, ni la nave de camiones de enfrente, la avenida se convirtió en un recuerdo y el flamboyán de la acera parecía un viejo impenitente bajo la tormenta.

En los bajos del edificio, donde se podía ver algo, varias personas corrían, una con un periódico sobre la cabeza y otra con los hombros encogidos. No tardaron en desaparecer y la soledad se hizo casi perfecta. Un momento para olvidarlo todo, incluso los truenos que empezaron a escucharse en medio de una sucesión de relámpagos, un instante para acercarse al ventanal del cuarto, apoyar los brazos sobre sus marcos de metal y traer los recuerdos.

Pensar, por ejemplo, en el caserón de la infancia, cuando las puertas y las ventanas se cerraban y el aguacero se dejaba escuchar sobre las tejas como si fuera un puntilleo interminable, tranquilo, seguro, sin aspavientos, un sonido que se convertía en una música limpia, en algo libre de cualquier maldad, y mucho más al notar el ruido de las chancletas del abuelo. Percibir su silueta en medio de la oscuridad y sentir su sonrisa. «¿La oyes?» —decía, en ese tono que más nunca has vuelto a escuchar—. «Es la lluvia —insistía en un susurro—... Oye como cae».

A veces los relámpagos brillan con rabia. Pero aun así el agua es la dueña del paisaje, no hay charcos, todo es el ruido sordo de la lluvia, y uno piensa que en la calle no hay nadie. Eso piensas y… cuando lo descubres, te sientes como un iluso; ahí, ante tus ojos, en los bajos del edificio. Es un carretón con un caballo. O mejor dicho: un punto intermedio entre jamelgo y caballo. Una bestia en camino a convertirse en un Rocinante sin Don Quijote. Con su cuello flaco y los pellejos de la cabeza hundidos, cabizbajo, pero con el lomo aún fuerte. Seña de lo que fuiste algún día, ¿eh, caballito?

Él quiere permanecer impasible; pero no puede. El agua se desliza a chorros por su cuerpo. La piel le tiembla y sacude la cabeza, la agita a los lados, intenta mantenerla en alto y la deja caer vencido por el frío. Un trueno estalla con furia y él se mueve inquieto, pisotea con fuerza el asfalto y una voz grita: «¡Sooo, caballo!... ¡Animal!». El caballo se detiene. El costillar de la barriga se mueve en una respiración inquieta. Un relámpago suelta una centella, la bestia da unos pasos hacia atrás y el carretón empieza a moverse, como inclinándose de costado, y la voz, ahora afónica, se encoleriza aún más: «¡Caballo de mierda, carajo...!, ¡soooo...!».

El animal jadea. En un gesto de cansancio, casi pega el cráneo al suelo. Una de las patas se dobla y uno piensa que va a caer. Varios truenos explotan al mismo tiempo, el caballo se estremece sin erguirse y la voz grita enfurecida: «¡Soooo..., carijo!». Un hombre, alto y con una camisa de mangas recortadas, sale de los bajos del edificio. De un salto trepa al carretón, toma las riendas y suelta un latigazo.

«¡Dale, animal..., anda!», grita y golpea una y otra vez el lomo. El caballo se mueve inquieto. El hombre se desespera. Otro relámpago y el animal sacude la cabeza a los lados. El carretonero toma un palo. Golpea varias veces contra las ancas y el carretón echa a andar. «Animal», grita el hombre y se oye el chasquido de la madera contra las carnes. «Dale, animal—repite una y otra vez—. Camina, carijo...».

A lo lejos se oye el ruido de los golpes hasta que se pierden, y el aguacero vuelve a adueñarse de todo. El sonido se hace interminable y un fresco húmedo se pega al rostro. La calle se ha convertido en un río y, en medio de tanta tranquilidad, en la memoria quedan las exclamaciones y los golpes. Uno recuerda al caballo con su cabeza pegada al suelo, y en medio de la lluvia, la pregunta surge inevitablemente: en esta historia, ¿quién será el verdadero animal?

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