Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Alejo Pitijú*

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

El guajiro es una suerte extraña, una especie sabia hecha a la mitad, un estado de orden algo desordenado entre la academia que lo ha puesto siempre en deuda con las titulaciones doctas y los procederes más refinados, y ese conocimiento otro en el que a él hay que decirle «Usted», como para que nadie se equivoque ni venga a probarle fuerzas.

Sí, porque el guajiro que no se crea con la razón no es guajiro completo, «a pimpín», así como suele disfrutarse más la harina de maíz criolla o la yuca con carne asada allá por los campos de mis ancestros, de donde viene, por medio de la narración octogenaria de abuelo, esta historia.

Tarde de domingo y de guateque en la zona de El Rincón, a pocos kilómetros del río Camajuaní. Años de una República cincuentona, casi como el propio siglo que corría, en la que el campesino vivía aferrado a la tierra con no pocas de sus pobrezas, pero aun así se divertía.

El jolgorio iba a ser en grande. Y lo fue. Pasadas las tres de la tarde comenzaron a llegar a la casa del anfitrión los invitados, la mayoría a lomo de caballo. Los hombres  montaban a sus mujeres atrás y ponían al crío entre los dos. Las familias más numerosas venían a pie. Caminaban las leguas que fueran necesarias. Y si nadie faltaba para pasarla campechanamente bien, tampoco podían dejar de estar las guitarras, los repentistas, los bailadores y algún que otro cuentero que hacía reír por sus inventos.

Desde media mañana habían arribado los asadores del puerco a la casa de Pire, el guajiro que había prestado esta vez las proximidades de su pintoresca morada de tabla, piso de tierra y guano para el divertimento. Y entre los primeros en llegar estuvo Alejo, un viejuco sesentón, natural de Quemado de Güines, soltero y cascarrabia a más no poder, que un buen día apareció con un jolongo a cuestas y decidió quedarse por estos lares para toda la vida.

Pero Alejo tenía un primo que de vez en cuando lo visitaba y estaba obligado a cargar con él adonde fuera. El primito era una gente rara. Se creía más inteligente y estudiado que nadie, con un sexto grado del que presumía por sus viajes a Sagua la Grande como si hubiera sido un licenciado. Y pobre del que le llevara la contraria, porque entonces saltaba Alejo. Y ahí era el problema: había que «comérselos» vivos a los dos.

No había arreglos con aquel tipejo con más argumentos al hablar que los que le gustan «en verdad» al campesino promedio: Que si la guataquea: «no saben ni coger el cabo, parece que están arando». Que si el tabaco: «aprendan primero a preparar los cujes si quieren buenas cosechas». Que si las décimas: «no, qué va, así no se improvisa». Que si la caringa o el zumbatorio: «miren eso, si bailan como si estuvieran cayéndose». Que si la yuca: «yo prefiero el boniato». Que si la fiesta: «para qué distraerse tanto».

Así era con todo. Y uno al guajiro podrá sugerirle, pero con un límite, porque el buey manso es manso hasta un día, hasta el día en que revienta la soga y demuestra que sabe tirar la «patá».

Ya caía la tarde. No cabía uno más en los alrededores del lugar. Había gente por todos lados. Una concentración de hombres bastante grande permanecía pegada al cerezo, justo donde habían decidido asar aquel animalazo de casi 200 libras. Allí se hablaba de todo, y se sentían a ratos unas voces más exaltadas que otras, pero bueno, era normal que con algunos «palos» de ron en la cabeza se hablara más fuerte y claro.

El conjuntico ya estaba a punto de romper a tocar. Se escuchaban por momentos las guitarras afinándose. Los mozos solitarios se disponían a la caza, tirando el ojo para ver a quién invitaban a bailar. Las mujeres adelantaban los preparativos de las ensaladas y algunas fritadas de plátano... Y así hablaban de María Santísima y de Dios aunque no lo hubieran visto. Todo estaba bien, aparentemente bien.

Pero ya había algunos que no aguantaban más, que les daba lo mismo responder que embarrilar. Andaban como lija nueva esperando el fósforo, cuando al visitante acompañante se le ocurrió decir que aquel puerco no iba a servir porque no le habían sacado la manteca como era... Que patatín, que patatán, que si «tanta gente y no lo han hecho bien». Como si fuera poco, se atrevió a decir, después de estar desde las diez de la mañana porfiando y requeteporfiándolo todo, que aquella fiesta era una mierd…

Mira, muchacho, no lo dejaron acabar de hablar. Si no es porque las mujeres brincaron rápido desde la casa, lo linchan y no lo pagan. Los hombres querían sangre. Lo cogieron entre todos y casi lo echan vivo por el hueco del «asao», para que viera si habían sacado la manteca como era o no. Aquella gente no entendía...

Contaba abuelo que Luis Mojao, un guajiro «revencúo» que era peor que un toro fajador cuando se ponía bravo, agarró por el machete y le sonó tres planazos secos por el lomo que parecían bombas, y por los que jamás habrá concilio, aunque en gloria ya estén por allá arriba los dos. En medio del lío, Alejo quiso llamar a la cordura. Y nada más por haberlo traído y creerse que su primito siempre tenía la razón, la turba arremetió también contra el pobre viejo, al extremo de que tuvo que salir desaforadamente, mientras los niños le gritaban: «Pitijú, Pitijú, Pitijú», apodo que lo ofendía de mala manera.

Y más atrás, desde que pudo, cogió monte adentro el muy terco, el muy burlón, dándose en las nalgas con la punta de los pies, tratando de salvarse porque sabía lo que le vendría encima. Y hasta el día de hoy. Ojos que lo vieron huir jamás lo verían volver, ni lo dejarían tampoco.

Claro, ya en El Rincón se extrañan guateques como aquel y puercos que se asen para tanta gente. Ya no hay conjunticos musicales ni bailadores de caringa. Ya el campo ha cambiado, pero el guajiro, el verdadero guajiro, sigue siendo en esencia lo mismo: una gracia de ingenio y porfía juntos, una voluntad que a veces se nos hace caprichosa, que mejor no lo hay cuando quiere. Pero «cuidao» si se nos espanta, o lo espantan a él, de modo furioso y violento, o de otras mil formas posibles con las que también uno se lo gana: sutil, humilde, inteligentemente. ¿Habrase visto en la naturaleza cosa igual? (Fragmento)

*Mención en la reciente edición del concurso de crónicas Enrique Núñez Rodríguez

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