Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿Qué aprendí de mi padre?

Autor:

Graziella Pogolotti

No es fácil cargar con un apellido. Nunca tuve habilidades para el dibujo y en la escuela me reprochaban esa incapacidad por mi condición de hija de pintor. Intelectual entrenado en el estudio desde edad temprana, parecía conocerlo todo. Su extenso saber, que incluía una formación científica adquirida en su inconclusa carrera de ingeniería, me abrumaba. Ante una duda, yo prefería buscar otro interlocutor. Como me gustaba ir a la escuela, no tenía empacho en afirmar que no entendía esa inclinación, puesto que él se escapaba siempre que se le presentaba la oportunidad de hacerlo. Nunca le mostré algún texto que hubiera escrito, porque lo más difícil de sobrellevar era cuando desplegaba su autoritarismo creyendo cumplir su función paterna. Mi reacción fue la rebeldía, junto a una reafirmación de mi independencia personal. Fracasó en sus intentos pedagógicos conscientes, pero la vida me demostró el inmenso aprendizaje intelectual y ético que adquirí a su lado.

En plena guerra mundial tendría yo apenas ocho años y acababa de sufrir un violento trasplante. Sin transición, pasé de Europa a Cuba para introducirme en otro idioma, otra cultura, otro ambiente. Aunque no lo comprendía del todo, percibía que la política y la historia grande podían influir en el destino de un minúsculo ser humano. Como un ritual imperturbable, a la hora del desayuno, se comentaba la prensa mañanera. Junto a mi cama se desplegaba un mapa de Europa, donde me correspondía puntuar con alfileres el movimiento del frente bélico.

Fracasó al intentar ponerse toga y birrete de profesor. Fue un verdadero maestro mediante su conducta cotidiana. No admitía, por respeto a la dignidad de las personas, quejumbre ni autocompasión. Aprendió a vencer los obstáculos que le imponía la vida. Su curiosidad ante los fenómenos de la naturaleza y de la historia era insaciable. Defendió su vocación y afrontó la pobreza. Nació en cuna privilegiada y conservó hábitos de cortesía y cierto porte elegante que trascendía la modestia del vestir. Abrazó la causa revolucionaria, siempre leal a los principios como lo fue también con sus amigos.

Condenado desde fecha temprana a la ceguera, me tocaba acompañarlo en sus paseos nocturnos por la Avenida del Puerto, a las librerías, a las exposiciones, a conferencias sobre temas diversos que escapaban a mi entendimiento en razón de mi edad.

En esas ocasiones, el padre aleccionador se convertía en amigo. Se interesaba por mis estudios. Se limitaba entonces a formular preguntas que socavaban mis certidumbres sustentadas en los manuales de la escuela. Iba sembrando el espíritu crítico, el espíritu analítico y la necesidad de encontrar la verdad a través de la interrogación permanente. Sin tener conciencia de ello, estimulaba mi capacidad de observación. Tenía que narrar lo que sucedía a su alrededor y describir los cuadros en las visitas a las exposiciones. Fue mi iniciación al lenguaje de la pintura.

No me mueve a relatar estas anécdotas una vanidosa egolatría. Aspiro a motivar una reflexión colectiva sobre el arte de la pedagogía, asunto que compromete a maestros, directivos, padres y a la comunidad en su conjunto. El país reclama la contribución de todos en la formación de las nuevas generaciones y está colocando a la escuela en el centro de la comunidad. El llamado es oportuno. Por su importancia no puede traducirse en consignas, ni reducirse al cumplimiento de las tareas concretas, aunque no deban postergarse las primeras acciones. Familia, escuela, comunidad, son espacios con identidad definida que interactúan y convergen en el entorno de niños y jóvenes. Lo primordial, en cada una de esas instancias, se define a partir de la comprensión esencial de estar ante personas y personitas en proceso de desarrollo. Merecen respeto, nunca subestimación manifiesta tanto en la prepotencia de los mayores, como en el paternalismo y la sobreprotección. El pensamiento pedagógico más avanzado de todos los tiempos fue elaborando a tenor de las circunstancias epocales, los propósitos últimos de la formación humana. Partiendo de sí, de su dolorosa experiencia de vida, Juan Jacobo Rousseau desencadenó una verdadera revolución en el campo de las ideas, distanciado ya de cierto elitismo enciclopedista, alentaba un profundo espíritu democrático. Precursor del romanticismo abrió un camino renovador al interrogarse acerca de la problemática relación entre el yo y la sociedad.

Con la Revolución Francesa, el crecimiento acelerado de la industria y la independencia de las colonias en América, el tema de la educación se colocó en un primer plano. El acceso a la escolarización tenía que universalizarse. Esta apertura encontró resistencias de orden conceptual y práctico. Las fronteras de clase, de raza y de sexo parecían insuperables, en correspondencia con la estructura social dominante y las funciones reservadas para cada cual en la escala del poder.

Simón Rodríguez, visionario maestro de Bolívar, consideraba que para las colonias de Hispanoamérica, era imprescindible tomar el poder político para conceder luego prioridad absoluta a la educación de nuestros pueblos. En este nuevo mundo, habría que diseñar un modelo propio, emancipador de los oprimidos, teniendo en cuenta nuestras realidades y proyectado hacia el porvenir. Para lograrlo, era imprescindible evitar la tentación de imitar a Europa y a los todavía jóvenes Estados Unidos. «Inventamos o erramos», afirmaba. Agradezco a mi padre, desconocedor de las teorías pedagógicas, que me enseñara a pensar, abriera mis entendederas al mundo y me mostrara con su ejemplo las virtudes del trabajo y la capacidad de crecer ante las adversidades de la vida.

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