Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Baches en la memoria

Autor:

Graziella Pogolotti

Somos puntuales al conmemorar, en fechas precisas, a las personalidades que marcaron hitos fundamentales de nuestra historia. Con el andar del tiempo, se convierten en figuras marmóreas. Se va haciendo más borrosa su entraña humana. No recordamos el dolor íntimo de Carlos Manuel de Céspedes reducido a la miseria y al abandono después de su deposición. Todo lo había entregado a la Patria antes de caer, solitario, en San Lorenzo. Pocos recuerdan que Manana, la compañera de Máximo Gómez, rechazó la ayuda ofrecida por Martí. Nada quería pedir a la revolución en beneficio propio. No pensamos en el dolor de Mariana ante la pérdida de sus hijos.

Los combatientes anónimos también hacen la historia en lucha contra las distintas formas de injusticia. En el tránsito hacia la república neocolonial, entregadas las armas, recibieron la ingratitud, la miseria, el reverdecer de la discriminación racial. No tuvieron tierras de labranza, ni sinecuras gubernamentales.

El historiador Álvarez Pitaluga ha ofrecido claves importantes para entender nuestro secular combate por la emancipación. En el enfrentamiento a un régimen opresor se coaligan fuerzas representativas de intereses diversos y contradictorios. La prematura muerte de Martí contribuyó a frustrar el proyecto de república «con todos y para el bien de todos» que debía comenzar a construirse desde la manigua. En el curso de la guerra, el Gobierno civil se consolidó en detrimento de las fuerzas populares. Para unos, se trataba tan solo de derrocar el poder de la metrópoli. Para otros, era imprescindible transformar la sociedad. De ese conflicto emergieron los aliados internos de la intervención norteamericana.

Estrenado en Cuba, el modelo neocolonial prescindía, salvo en situaciones extremas, de capitanes generales y de funcionarios metropolitanos. Estados Unidos se reservaba el derecho a intervenir, pero las cadenas que aherrojaban al país, eran de carácter económico. A los problemas estructurales heredados, sumó la expansión de los gigantescos centrales azucareros hacia las provincias orientales y la apropiación de miles de caballerías para la siembra de «cañas de administración» con el consiguiente desplazamiento de colonos y pequeños agricultores. Se entronizó nuestra condición de meros exportadores de materias primas sin refinar. La dependencia agudizó el subdesarrollo.

Las efímeras vacas gordas dejaron huella en palacetes del Vedado. Fueron un espejismo ilusorio basado en un fenómeno coyuntural: los altos precios del azúcar a causa de la Primera Guerra Mundial. El abrumador derrumbe de las vacas flacas anunciaba la definitiva crisis estructural de la economía cubana, rescatable únicamente mediante un cambio radical. En la caída de Machado intervino también una alianza entre aquellos que aspiraban a eliminar la dictadura y los que apuntaban a una revolución social. Así lo entendieron los tanques pensantes norteamericanos encargados de la investigación sobre Problemas de la Nueva Cuba. Nada cambió en lo sustancial, a pesar de la Constitución de 1940, muy avanzada en la letra. Transcurridos algo más de tres quinquenios, en 1951, vísperas del golpe de Batista, la Comisión Truslow subrayaba dramáticamente advertencias similares. Por sus contradicciones intrínsecas, el imperio no podía cortar el nudo gordiano. El «hombre fuerte» volvió al poder. Otra vez se coaligaron contra el régimen sectores diferentes, limitados unos a la perspectiva de derrocar la dictadura y convencidos otros de la necesidad de una revolución profunda y emancipadora, heredera del legado de José Martí y del potencial teórico-práctico acumulado desde los ’30 del pasado siglo.

A pesar del esfuerzo de notables historiadores, falta mucho por analizar respecto al proceso resultante de medio siglo de república neocolonial. La visión simplista ha dejado espacio para numerosas manipulaciones. La nostalgia por un tiempo pasado se ha convertido en instrumento político que emana de la emigración y se reproduce inconscientemente entre nosotros. Exhibe una capital con modernos edificios favorecedora de una alegre vida nocturna. En el otro extremo de la polaridad, ha habido tendencias a subestimar la etapa e interrumpir un continuo histórico que, unido al contexto internacional, contribuye a entender lo que somos.

Muchos analistas del Primer Mundo reducen el conflicto entre Estados Unidos y Cuba al entorno de la Guerra Fría. Las raíces son mucho más profundas. Responden a un interés geopolítico por dominar la región, traducido en intervenciones directas e indirectas en América Latina que precedieron y sucedieron al triunfo de la Revolución Cubana y a su acercamiento a la Unión Soviética y al campo socialista. Responden a la necesidad intrínseca del imperialismo de expandir sus mercados y preservar fuentes indispensables de materias primas, así como mano de obra barata complementada con garantías de seguridad para sus inversionistas.

La derrota del fascismo llevó a la confrontación Este y Oeste y, a la vez produjo un estremecimiento parcial en la base de la antigua estructura colonial. Muchos países alcanzaron una independencia formal. Otros, los menos, lograron su emancipación al cabo de años de resistencia y de lucha armada. El contexto favoreció, en el campo de las ideas, el estudio de la interconexión existente entre subdesarrollo y dependencia.

Subdesarrollo no es sinónimo de atraso homogeneizado. Hay hermosas capitales en los países dependientes. En muchos de ellos surge una élite cosmopolita, junto a una minoría intelectual destinada a la subordinación o a la rebeldía. En una reunión de expertos en educación convocada por la Unesco, tuve la oportunidad de conversar con un eminente profesor nacido en Níger. En las vacaciones, emprendía viaje a su país de origen y comprobaba con tristeza que sus hijos no tenían posibilidad de reintegrarse a la tierra de sus ancestros. Formados en Francia, habían adquirido otros hábitos y otro modo de vivir. Eran incapaces de asimilar las comidas tradicionales. Se adaptaban apenas al reducido ambiente de los residentes extranjeros. Desde el Malecón habanero, la ciudad mostraba su mejor rostro, aderezado por una cinta luminosa. Más atrás se ocultaban la penuria y la miseria más desgarradora. La tragedia del mundo rural se expresaba en textos de escritores y en estudios de investigadores de las más variadas tendencias ideológicas. Eran los niños raquíticos, devorados por los parásitos, los adultos consumidos por la tuberculosis. Cuando vinieron a La Habana, en 1959, desdentados y macilentos, en muchos casos, habitantes de una isla larga y estrecha, no habían visto el mar ni conocían la electricidad. Pesaba sobre ellos el analfabetismo, el desamparo sanitario, la sujeción a la interminable cadena de arrendatarios, subarrendatarios, a la ausencia de caminos para vender el resultado de sus pobres cosechas. No conocían el cine y, mucho menos, la televisión.

La república neocolonial se desperezó lentamente. Hubo que esperar el nacimiento de una generación que no había sufrido la derrota y la desilusión y con los ojos puestos en el porvenir. Se rescató la obra de José Martí, mientras en rápida sucesión, se organizaban los estudiantes, las mujeres, los obreros y aparecía el primer partido comunista. Los intelectuales definían su modo de participación en la vida del país. Carente de estructura formal, el Grupo Minorista resultó una fórmula aglutinadora. Encontraron interlocutores en América Latina. Se empeñaron en renovar los lenguajes artísticos. Las circunstancias propiciaron una convergencia entre vanguardia artística y vanguardia política. Los nuevos códigos intentaban expresar rasgos fundamentales de la identidad y la cultura nacionales. La investigación de la realidad transformó el antiplattismo en antiimperialismo.

Las circunstancias históricas contribuyeron al arribo tardío de la vanguardia. La etiqueta llamaba a la renovación, pero el contexto específico influyó en su configuración. En el sutil entramado de la cultura se produjo un diálogo fecundo entre ciencias sociales y creación artística. A pesar de su conservadurismo, Ramiro Guerra escribió Azúcar y población en las Antillas, leído por sus contemporáneos. Al mismo tiempo, el criminalista Fernando Ortiz, apresado por un entorno hasta entonces ignorado, exploraba las tradiciones de origen africano.

Esa conjunción de factores transformó el concepto de cultura nacional. Enmascarada a veces con un barniz filantrópico, parecía verdad indiscutible afirmar el papel civilizatorio de Europa respecto a otras zonas del planeta. La aparición de la vanguardia señaló el inicio de un vuelco capital. Empezaban a develarse los valores culturales de origen africano y su entrelazamiento esencial con la nuestra. Se abrió un intercambio fructífero entre lo popular y lo culto. La pluralidad de fuentes originarias se entremezclaba en un proceso de construcción permanente.

Este batallar republicano se desarrolló a contracorriente, en medio de la crisis creciente de una economía deformada, entre tiburones que se bañan y salpican, entre el clientelismo político que entregaba un efímero mendrugo como recompensa por el voto electoral. El panorama no deja sitio para la nostalgia. Pero no debemos entregar a otros la visión de ese pasado en el que, a pesar de todo, se sembraron ideas y prosiguió, soterrado, el proceso constituyente de la nación.

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