Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Caballeros

Autor:

Alina Perera Robbio

La nostalgia, allí donde habita el pasado, agranda aquello que más hemos querido. Así, respirando en este punto de mi vida, recuerdo con admiración a más de un visitante que solía animar la casa del Cerro habanero donde mi abuela Concepción llenaba el tiempo con maestría.

Armelio era uno de esos viajeros que hacía su aparición con una bicicleta enorme y una risa que cuando se desataba parecía estremecer los cimientos del hogar. Era un hombre de poco hablar y de mucho hacer. Su oficio era la albañilería, y recuerdo la vez que le regalé por el Día del constructor una postal que lo conmovió hasta lo más hondo: entre sus manos enormes y marcadas por las inclemencias del trabajo, la tarjeta parecía un adorno raro que no tenía nada que ver con aquel caballero humilde, de honradez a prueba de todo, que solo visitaba a mis abuelos por puro cariño.

El otro personaje inolvidable era Hidalgo. Sí, Hidalgo era el nombre, como si fuera de caballero, de este guajiro que acicalaba el jardín —propiedad, como la casa toda, de una prima del abuelo Mario—; al final de cada jornada en la que el hombre se las veía calladamente con la tierra, con los rosales y con los animales del patio, Concepción le daba un almuerzo que él consumía gustoso, sin mucho hablar.

Me sobrecogía ese hombre fuerte y desdentado, de piel aindiada, quien casi siempre al verme me regalaba una sarta de palabras terminadas en un sonido similar al final de mi nombre. Siempre temía yo que él fuera a soltar una palabrota; pero eso nunca sucedió, como tampoco pasó que el trabajo de Hidalgo fuera criticado, pues él lo hacía a conciencia y creo que hasta siendo feliz.

Con hombres como esos, a quien nadie les hubiera puesto en duda su sobrada «calle», podía dormirse a piernas sueltas sin que por ello se perdiera un alfiler de casa. Con ellos uno no podía pensar que pudiera ser estafado al primer pestañazo, pues, siendo la vida nada fácil para ellos, no se la hacían difícil a los demás y no tenían moneda de cambio más importante que la palabra empeñada, algo que en estos tiempos de engaño fácil parece haberse devaluado hasta límites preocupantes.

Por si alguien me dice que esos señores son de una época de romanticismo y prosperidad material, contaré en estas líneas que tal vez heredera del espíritu de Concepción tengo un viejo amigo, Pedro, el cual integra la legión de caballeros que se han acercado a mi familia. Es una conquista del presente y es un ser único en su naturaleza: cerrajero, carpintero, restaurador de cuanto toca; es él quien hace las llaves de mi casa, compone candados, cepilla puertas hinchadas por la humedad de las lluvias; y suele estrujar el corazón cuando dice que le han dado mucho dinero por su trabajo.

Pedro cree en la perfección de lo que hace, y la humildad de él es como su palabra: inamovible. Si la Isla estuviera llena de caballeros como este, tendríamos muchas cosas salvadas. Tengo fe en que Armelios, Hidalgos y Pedros todavía hay entre nosotros como para aprender de ellos, como para entender que la brújula de la bondad tiene un solo norte y que solo hacia ella vale la pena caminar como quien busca con desespero el sentido de todo.

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