Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿Y el candor?

Autor:

Alina Perera Robbio

Desde su hermoso y cristalino espíritu el niño preguntó a su abuela si es cierto que los niños «hacen el “sexo”». La adulta, sin salir de su aturdimiento, dijo no, que eso es algo concerniente a los adultos; argumentó que en la infancia hay otros pensamientos y acciones en los cuales enfrascarse. El pequeño, tras escuchar inocentemente, volvió a la carga: «¿Entonces por qué mi amiguito de la escuela me dice que él tiene “sexo” con una amiguita?».

De corazón digo que la anécdota me ha sobrecogido. Porque enciende, como la punta de un iceberg, alarmas sobre cuánto hemos descendido en la escala de la educación e incluso del sentido común.

Pienso que enamorarse es otra cosa, y que para esa suerte de levitación casi todos los momentos de la vida sirven: cuando supe que Gabriel García Márquez se había enamorado por vez primera a los ocho años de edad, sentí una alegría de maravilla, porque solo entonces me pareció normal que a mí me hubiese sucedido lo mismo, y que justo a los ocho años me hubiese sumergido en un estado que me quitó los deseos de comer y hasta de bañarme, algo que resultó muy difícil, porque yo no era correspondida y mi pasión era una pesadilla de la cual todavía no sé cómo logré escapar.

Lo importante es que en mi imaginación, dentro de una escala de los grandes encuentros que podían suceder, la nota más alta era la posibilidad de que me regalasen una flor, o un lápiz, o un rato de compañía en el banquito de la escuela. Pero honestamente, a pesar de mi «fiebre», no se me ocurría nada más carnal.

Por eso manejo las circunstancias con sumo cuidado cuando mi hija de nueve años me dice que fulanita está con menganito, o que ella es «novia» de aquel. Le pregunto entonces qué significa «estar». Emprendo con ella una conversación que no termina hasta que no la siento desprendida de toda pose, de todo vestigio de mala moda. Hasta que no la reconozco «limpia», en su verdadera dimensión de infante, no me detengo.

Sospecho que algunos padres no están defendiendo ese candor como deberían: fieramente. En ese debilitamiento de lo mejor de nuestra conducta, en ese terreno movedizo y de fracturas, reflejo de más de 20 años de una crisis múltiple, hemos tenido que advertir, por culpa del descuido y degradación espiritual de algunos «mayores», una suerte de infanticidio que habita en vestir a los pequeños como personas «grandes», en darles tareas no propias de su ternura natural, o en hacerlos testigos de diálogos que ni siquiera los hombres y mujeres de bien merecerían sostener o escuchar.

Debemos estar alertas para que males altamente contagiosos como el pésimo gusto, la violencia o la irresponsabilidad no terminen tomándonos la vida. Todos son frutos amargos, hijos de una cultura preñada de espacios baldíos; de una cultura, la que sirve para vivir, extenuada en todos estos años difíciles.

Si las esquirlas de una guerra silenciosa han llegado hasta nuestros niños, hasta un candor que sería imperdonable empañar, tenemos el deber ciudadano de restaurar lo lastimado mente y corazón adentro; de ser incluso gladiadores contra toda ponzoña.

Sé que se dice fácil, y sé que en la práctica la batalla duele mucho, porque el encontronazo es entre seres humanos, entre la sensibilidad de la virtud y la ceguera de la ignorancia, maniobrando todo el tiempo en un entramado de fragilidades y complejidades múltiples. Mas no hay opción: El camino de salvarnos está en rescatar de caídas verticales a muchas piezas de la subjetividad, incluida la sagrada inocencia de los niños.

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