Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Más allá de sus manos

Autor:

Alina Perera Robbio

Ella no lo sabe, pero lo que más intensamente me llega de su persona y me enternece en silencio es su respiración marcada por el esfuerzo mientras da vueltas alrededor de mi cabeza y acomoda los cabellos con sutil esmero.

Más allá del color iridiscente que adquieren los cabellos por una alquimia que solo ella conoce, más allá del corte amoroso, sin ensañamiento; más allá de eso que, en fin, solemos llamar buenas manos, lo mejor de mi peluquera autodidacta y voluntaria es su tiempo, la más importante dimensión, para mí, que cualquier persona pueda darnos.

Estuve más bien lejos de la tía Alina, a quien debo el nombre que tanto me gusta. Su vida ha transitado por años de entrega febril al trabajo, por la crianza de tres hijos y todo lo que eso entraña. Pero a lo largo de esa temporada de distanciamiento yo no dejaba de pintarla en mi memoria como la había visto en mi niñez: con unos ojos hermosísimos, grandes y siempre pintados, con una sonrisa de cine, y una voluntad a prueba de balas.

La vida, que por fortuna nos regala en más de una oportunidad aquello que hemos añorado, o nos devuelve lo que creíamos extraviado para siempre, me ha permitido últimamente, a pesar de los apremios por cuenta de los cuales uno se distancia de tantas cosas, tener a la tía en primer plano.

Ella, de quien toda historia desata en mí fácil deslumbramiento, como la que hace días me contó su madre que es la abuela paterna y una extraordinaria mujer de más de un siglo: cuando Alina nació sus hermanos mayores, a quienes debe el nombre, salieron por el vecindario voceando llenos de alegría que tenían una hermana. La abuela Cándida había tenido antes cuatro varones, de modo que la niña, quien tuvo ahogos en su nacimiento, era una feliz sorpresa.

Ahora, cuando de vez en cuando conversamos sobre la existencia y sus permanentes encrucijadas, trato de imaginar a las muchachas que fue, todas distintas y a la vez tan unidas por una esencia única, la fortaleza: mientras se balancea en un sillón de su terraza como si tuviera todo el tiempo del mundo —aunque sé que no lo tiene—, vuelvo a la joven de 14 años que se fue a alfabetizar a la Ciénaga de Zapata, o a la mujer que desde su adolescencia y hasta hoy decidió acompañar al gran amor de su vida, o a la gran profesional, la internacionalista en África, o a la dama que lo hace todo bien en una casa, desde quitar el polvo posado en los adornos hasta cocinar como un ángel cualquier plato imaginable.

Alina se arregla a sí misma; tiene sus propios secretos de belleza; es su propia peluquera auxiliada por dos espejos. Sabe que la vida es difícil, pero no teme vivirla. Sonríe mucho, y conversa con palabras bien pensadas, porque su rica y arriesgada vida le ha enseñado que las palabras tienen un poder que enaltece o destruye a quien las reciba.

Ella no lo sabe, pero su esmero en una tarde para acomodar mis cabellos me cura y salva de mil abismos, me trae aires de ilusiones infantiles, me reconcilia con raíces y deseos puros. Su agitada respiración sobre mi hombro, las oleadas de ese espíritu cuya intensidad merece un libro de mil páginas, es mi orgullo recóndito, mi certeza esperanzada de que el cariño es el hilo perdurable y verdadero de los destinos de este mundo.

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