Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Quién se robó mi Luna

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Nació cerca del Día de las Madres del año pasado y llegó a mi casa un mes después. Aquella pelusa de mirada azul y nariz rosada se coló en mi pecho, física y metafóricamente, rompiendo mi añeja reticencia hacia los animales afectivos.

Desde entonces era muy raro verme sin ella. En casa o el trabajo, en gestiones administrativas u hogareñas, en paseos por el barrio y viajes a otras provincias. Hasta en las prácticas de yoga y los momentos de mayor intimidad entreabría los ojos para contemplar aquel silencioso ovillo muy cerquita de mí, haciendo honor a la amorosa complicidad de su nombre.

Su elegante «perronalidad» atrajo siempre piropos callejeros. Era lindo ver la sorpresa en las caras ajenas, sobre todo infantiles. A veces basta un detalle insólito, como una pekinesa albina, para inocular ternura en la agobiante monotonía de la gente.

Por muy apuradas que estuviéramos, nos detuvimos cientos de veces para que ella posara ante celulares o se dejara cargar, acariciar… «Por eso te la robaron tan fácilmente», dijo alguien sin percatarse —espero— de cómo retorcía el puñal en mi reciente herida.

Sé que tiene razón, pero si no crié a mi hijo con un miedo egoísta, ¿por qué iba a ser distinta con la que llenó el vacío cuando mi muchacho empezó a dar grandes pasos lejos del nido materno?

En el amanecer del sábado 17 se la llevaron de mi puerta. Sea joven o mayor, esa persona no puede alegar compasión o inocencia, porque mi Luna jamás pasaría por un animalito abandonado. ¡A saber en qué manos la dejó después! Quien compra o recibe a ciegas un animal bien criado debería sospechar, cuando menos, que lo han hecho cómplice de una gran bajeza.

Habrá quien lo interprete como tonta sensiblería de mujer madura, pero sé que muchas personas entienden la hondura de mi duelo y por qué no me consuela pensar que la están tratando bien donde la llevaron, sea aquí en Regla o en otro confín de la ciudad.

Y sí, lo pienso, entre lágrimas y apretones en el pecho: tal vez cayó en una buena familia… Pero ¿cómo sabrán cuándo le toca la próxima vacuna o si es alérgica a algún alimento? ¿Le conservarán su tranquilizante cascabel yinyang? ¿La bañarán con manzanilla, que es su olor favorito? ¿A qué clínica veterinaria acudirán? ¿Cuándo descubrirán que le gustan las frutas, los paseos en guagua, la música instrumental y los juguetes rojos? ¿Completarán su mapa de lugares visitados en Cuba?

A estas alturas casi me conformo con que no la golpeen cuando trate de dormir sobre una cama, no le den huesos peligrosos o comida chatarra y no elijan convertirla en mera fuente de riquezas haciéndola parir cada pocos meses.

Quien roba un bien material puede engañar a su conciencia diciéndose que lo necesitaba mucho, o lo merecía, o el dueño anterior puede conseguir otro, o es solo un objeto que de todos modos se iba a romper algún día…

Quien roba una mascota roba amor, roba desvelos e ilusiones, y aunque se esfuerce no va a sacar de ella el mismo «provecho», porque la relación entre un animalito y su primer humano es irreemplazable. La naturaleza dispuso que al mirarse mutuamente ambos cerebros se inunden de oxitocina, la poderosa hormona del amor y el compromiso, para curar heridas emocionales y garantizar el bienestar común.

Ahora en los ojos de mi Lunita debe haber miedo, confusión, desesperanza. Sentirá que la he abandonado y aprenderá a recelar de las personas, más preocupadas por el ego malicioso del tener que por la auténtica lealtad de su canina especie.

Por mucho que lleguen a amarla o consentirla, ella seguirá siendo mía en su corazón y su instinto. Eso lo sabe bien quien la recibió sin hacer preguntas, y seguro la tiene atada o vigilada para que no corra a mi encuentro.

Pero lo peor, lo que trasciende esta agonía de la pérdida y me apena un poco más, es intuir que personas capaces de aceptar mascotas robadas probablemente también mendiguen amor de sus congéneres o traten de comprar o amarrar a sus seres queridos, inconscientemente, sin descubrir el placer de compartirlos.

Preferiría felicitarlos, pero opto por darles mis condolencias, porque a la larga su tristeza será más grande que la mía cuando comprendan que no atesoran un regocijo auténtico, sino un pedazo de mi ser, un pequeño satélite arrancado en la noche con sucia alevosía.

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