Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi Che

Autor:

Yeilén Delgado Calvo

Más de una vez me he visto tentada a rezarle a San Ernesto de La Higuera. Cuando se me atraviesa la gente gris, esa que lo ve todo malo, pero no mueve un dedo para cambiar nada; cuando veo que las injusticias pasan «inadvertidas», entonces siento el impulso de invocar a San Ernesto, de pedirle orientaciones, o al menos palabras que me conforten.

Desisto pronto, sé que el Che hecho santo no es el Che mío, el que me corre por la sangre, aquel cuyo ejemplo juré seguir de pequeña, y no sé otros, pero yo juré en serio. Verlo como santo implica cierta orientación hacia el conformismo, aceptar lo malo y sufrir con resignación; y nadie ha ido más lejos por cambiar el orden terrenal, sin pararse a esperar bondades celestiales, que Ernesto Guevara de La Serna.

Por eso el Che me acompaña, porque le admiro; sé que no sería capaz de muchos de sus sacrificios; que me falta la voluntad que lo impulsó siempre; que a veces me pierdo en cosas banales, pero su figura me resulta una especie de meta al final del camino: a lo mejor no se llega, pero hay que intentarlo.

No lo idealizo, le reconozco defectos sin ruborizarme, disiento de algunas de sus decisiones sin sentir culpabilidad; no le quiero ícono, le prefiero mortal. A veces, con mucha facilidad, dejamos a los héroes sobre pedestales, cuando los necesitamos entre nosotros asestando, con el ejemplo de sus vidas, bofetadas en los rostros de los oportunistas, de los amantes del discurso vacío, de los que no saben que dirigir también es comer junto a los trabajadores su misma comida y poner bloques junto a ellos y cortar caña con el sol a la espalda y no temerle a la irreverencia ni a la verdad.

Cuando llegué a Pasajes de la guerra revolucionaria me enamoré de la palabra desnuda, de la evocación sin artificios, de la composición descarnada. Tengo muchos motivos para sentir orgullo de mi nacionalidad, uno de ellos es que Cuba haya sido aliento para Guevara, testimonio de que sí se podía, fragmento luminoso de su sueño latinoamericano.

El Che me enseñó a ser revolucionaria, revolucionaria como un destino, sin miedos y con muchas dudas; fiel siempre a los más desposeídos, al propósito de construir una realidad distinta, superior. El Che me enseñó a confiar en la humanidad, aunque a veces es endemoniadamente difícil. Me sirve de aliento cuando me agoto, cuando la indignación me conmueve hasta el pesar; entonces me parece oírlo: todos podemos cansarnos, pero los que se cansan no son de la vanguardia.

Por el Che sé que en la mayoría de las ocasiones no queda otra que asumir el riesgo de equivocarse. El Che me acompaña cuando escribo, cuando critico, cuando amo; no lo llevo en una camiseta —esencialmente porque no puedo pagarla, pero ese ya es otro asunto… o el mismo—, lo llevo como acicate cuando me decido por el periodismo a pesar de las ingratitudes que entraña, y también cuando elijo a Cuba como orilla de mis esperanzas.

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