Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Al cerrar los ojos

Autor:

Amaya Rubio Ortega

Lo veo subir al ómnibus. Estamos por San Francisco de Paula y enseguida le ceden uno de los asientos amarillos. Antes de hablarle, cierro los ojos… el mundo se oscurece y el ruido de los otros asusta.

Hay minutos de oscuridad que son terribles, pienso. Pero los de hoy son claros como su historia, y me le acerco para decirle, como tantas veces: «Soy yo».

A Reynier lo conozco desde hace unos meses, cuando el sonido agudo de su máquina braille se impuso en el grupo de primer año de Periodismo de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Allí no solo por eso él sobresale, pues siempre contesta las preguntas más difíciles y asombran sus habilidades en Computación, Gramática y Redacción.

Desde los tres años Reynier mira diferente. Un tumor, no obstante el empeño del doctor Renó, le cambió el mundo, pero no le quitó los sueños. Dejó de usar sus ojos casi nuevos y empezó a ver a su mamá con la yema de los dedos, a observar a través del oído, a querer desde el tacto.

Por eso ahora, mientras nos alejamos de San Francisco —donde hace años cambió su timidez por unos cuantos arañazos en la rodilla durante un juego de cuatro esquinas con los chiquillos del barrio—, me dice que quiere ser, dentro de cuatro almanaques, uno de los mejores graduados de la carrera y, sobre todo, un buen fotógrafo, porque también para él las imágenes pueden decir mucho más que las palabras.

Desde las bocinas de la guagua sale la voz de Polo Montañez. Reynier marca el ritmo con los pies y canta bajito, tal vez recuerda los tiempos en que recibía clases de guitarra. Las personas se agitan en el ómnibus, los neumáticos suenan, el chofer pide que avancen en el pasillo. Él siente mejor que nadie cada uno de los giros de la guagua, las lomas de Diez de Octubre, las paradas en Boyeros…

Las puertas se abren, la gente comienza a bajar, esta es nuestra parada. Reynier camina hacia la acera con ayuda de su bastón, el mismo que aprendió a manejar desde los siete años en la escuela especial Abel Santamaría, en Ciudad Libertad. Allí le enseñaron a sembrar árboles, a tender la cama y algo de carpintería.

Ya casi llegamos hasta Juventud Rebelde, donde desde hace algunas semanas realizamos las primeras prácticas como futuros periodistas. Entra a la redacción, saluda a todos y ante un documento en blanco se dispone a escribir. Hace lo mismo que otros reporteros, cuenta las últimas noticias del fútbol o comenta sobre el triunfo de los granmenses en la Serie Nacional de béisbol.

Cierro otra vez mis ojos. Todo está oscuro, pero así no es el mundo de Reynier. El suyo es claro, tiene los colores de su máquina braille, de los juegos de la infancia, del sueño de ser fotógrafo, de las clases de guitarra, de sus muchos amigos, del camino en el Periodismo y del día en que empezó a ver la vida con la yema de los dedos.

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