Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

De Tokio, el mango y la oratoria

Autor:

Yeilén Delgado Calvo

He conocido a muchos, sobran en cualquier ámbito y no creo que existan solo en Cuba. Donde más se les puede ver es en las reuniones o en las conferencias, allí se sienten realizados, tienen su medio natural.

Son «oradores» de un tipo especial; no se distinguen precisamente por sus cualidades para hablar en público, sino por la necesidad insuperable de hacerlo allí donde se reúnan más de dos personas.

No importa que no tengan nada que decir, toman la palabra, porque lo que más disfrutan en el mundo es escucharse y que, de paso, los otros los escuchen.

Cuando luego de horas de debate desde la presidencia se inquiere si alguien tiene algo más que agregar —y tú cruzas los dedos para que nadie agregue nada, porque sabes además que es esa una pregunta retórica—, entonces alzan la mano y comienzan, sin un ápice de timidez, su discurso, que por lo general no aporta nada nuevo y se encuentra plagado de «como expresó fulano de tal», «como ya se dijo aquí antes», «como opinaron varios compañeros»… Irremediablemente te dices: si ya otros lo dijeron, ¿para qué lo repite?

En las actividades docentes también abundan, no pueden esperar a que el profesor pregunte, intervienen y ofrecen sus propias valoraciones, en un afán desesperado por hacerse notar. Hasta se atreven a dar las conclusiones de la clase, y ni siquiera las miradas de reproche del resto del aula los convencen de ser breves.

Terminan por cansar al auditorio y convertir un espacio fructífero en fuente de incomodidad. Claro está que, el que ellos actúen a sus anchas revela deficiencias organizativas como no tener en cuenta que en cada evento debe haber un moderador o que un profesor precisa de habilidades suficientes para conducir la retroalimentación con sus alumnos, de manera que todos tengan la oportunidad de intervenir, sin desviar el objetivo del encuentro.

No abogo por la perjudicial estrategia de indicarle a cada cual lo que tiene que decir en una asamblea o reunión y no permitirle salirse del guion establecido, eso jamás. Encuentro lícito organizar para que no haya silencios incómodos y siempre alguien rompa el hielo; pero dejando que todos digan lo que sientan o piensen.

Ahora, poner límites a tales «oradores» se hace imprescindible. Sin avergonzarlos o maltratarlos de palabra, se les debe dejar saber que los límites de tiempo existen y que redundar sobre la misma idea empobrece y no enriquece. Ah, y que si se discute de la cosecha del mango, las opciones culturales en Tokio no vienen al caso.

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