Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Pepe nunca se bajó del tren

Autor:

Yunet López Ricardo

«Llegó la hora cero», dicen. El joven de 23 años, con un boletín en el bolsillo, se abre paso entre quienes caminan apurados por la Terminal de Ferrocarriles de La Habana hasta que aborda un tren. No le han dicho sobre paradas o planes, solo sabe que su destino está rumbo a oriente y algo importante sucederá.

Los relojes se acercan a las 12 de la noche del 24 de julio de 1953. Los pueblos pasan unos tras otros. Dormido como las piedras está el suyo: Vegas, en el municipio, entonces habanero, de Nueva Paz.

La imagen de sus padres campesinos y sus seis hermanos pobres le llega como en un soplo que acalla el ruido de las máquinas. Guillermo Elizalde Sotolongo es muy joven aún, pero en Vegas aprendió cuán amarga es la miseria. Allí vivió meses descalzo y días en los que si almorzaba no comía y si comía no almorzaba.

Por eso ahora viaja en este tren, del que solo los cobardes se bajan. Está seguro de que deben hacer algo para sacar del poder a Fulgencio Batista como mismo entró, por la fuerza. Melba Hernández, Haydée Santamaría, Raúl Castro y otros jóvenes también van aquí.

Pepe, como le llaman sus amigos, no quiere saber ni de Carlos Prío, ni de Aureliano Sánchez Arango. «No había un hombre capaz de unir todas las fuerzas políticas, y en eso apareció Fidel, una luz que nos alumbró el camino», contaría muchos años después.

Ahora, mientras mira pasar potreros y ciudades, recuerda aquella mañana cuando en las oficinas del Partido Ortodoxo, en Prado 109, habló con Abel Santamaría; o los entrenamientos militares en la Universidad de La Habana, en las cercanías de Catalina de Güines y en Santa Elena, la finca neopacina de la familia Hidalgo Gato.

Cuando casi muere la tarde del 25 de julio, los muchachos llegan a las calles de Santiago de Cuba. «Allí nos recibió un compañero. Después supe por una foto que era José Luis Tassende. Nos llevó para un hotel y luego nos dirigimos a la Granjita Siboney», recordaría Elizalde.

Las manos de Melba y Haydée, como madres cautelosas, planchan los uniformes que ya algunos tienen puestos. Fidel, el de palabra viva capaz de dirigir aquella juventud, les habla a todos. Entonces Pepe se entera de que ha viajado desde La Habana para atacar la segunda fortaleza militar del país: el Cuartel Moncada.

Para la acción, que será en la madrugada, lo ubican en el grupo del líder. Y otra vez llega la hora cero. Él viaja en una de las máquinas que preceden la del jefe del asalto. «Al producirse el hecho nos bajamos. Lograron entrar al Cuartel Moncada Pepe Suárez, Ramiro Valdés y Jesús Montané. Fidel trata de reagrupar la tropa, pero ya no había solución. Regresé a la Granjita en el carro junto a él», narraba.

Y entonces volvió Pepe a la ciudad junto al también neopacino Genaro Hernández, donde fueron detenidos y llevados al Cuartel Moncada y luego al Vivac.

Estuvo en el juicio a los asaltantes y escuchó la autodefensa de Fidel, pero como no fue juzgado por la acción, logró evadir la justicia. Ya en 1955, cuando salen de la prisión los moncadistas, se reencontró con Fidel en un apartamento del Vedado.

«Nos dijo que se iba para algún lugar del Caribe, no precisó a qué país. Le dijimos que nos iríamos con él, pero nos orientó continuar en Cuba, donde se necesitaba apoyar al Movimiento», decía Pepe.

Y aquel muchacho de 23 marzos estuvo 87 años cumpliendo la orden de Fidel. Nunca dejó de apoyar la Revolución. Lo conocí en las clases de Historia, y luego quienes le estrecharon la mano o entrevistaron en su casa del Casino Deportivo —donde él y su esposa Adelfa siempre brindaban café y en tiempos de mangos regalaban esos frutos—, me comentaron del combatiente de hablar pausado y bajito que siempre vivió con una humildad sorprendente.

Pepe, quien siempre estaba dispuesto a conversar sobre esos años de lucha, no se cansaba de leer libros de nuestra historia, atesoraba fotos con Raúl y miraba, como los viejos guerreros contemplan el campo de batalla, un cuadro con la imagen del Cuartel Moncada colgado en la sala de su casa.

Por eso, aunque la vida diga que el pasado 8 de abril murió el último moncadista de Nueva Paz, la historia dice que él transita con un boletín en el bolsillo en busca de un tren rumbo al este para, como aquella vez, llegar a Santiago y escuchar nuevas órdenes de Fidel.

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