Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El espíritu de «la aldea»

Autor:

Susana Gómes Bugallo

Nunca se siente tanto una emoción como cuando es más íntima, más cercana, más tuya y no de cualquiera. Nunca se disfruta tanto una historia como cuando escribes tu propio capítulo. Nunca se consagra tanto un ritual como cuando lo haces a tu modo. Por eso hay quien necesita poner lo extraordinario en cada detalle. Porque apropiándose de ese algo único, lo hará más suyo. Y que conste que en Cuba, cuando decimos mío o tuyo, estamos diciendo nuestro.

No extraña entonces que El Gabriel, ese pequeño pueblo de Artemisa, tenga su Primero  de Mayo. Mientras toda Güira de Melena se paseó este lunes por la calle Real —con cada orgullo de gigante empresa, trofeo de pequeño negocio, uniforme de cualquier escuela o ese ánimo inconfundible que distingue a las amas de casa desde una esquina del recorrido— el Consejo Popular del municipio artemiseño respiraba orondo de haber vivido unos días antes su momento obrero cumbre.

¿Qué se le va a hacer? El espíritu de «la aldea» (como cariñosamente le llamamos quienes amamos ese pedacito de geografía) es tan grande que merece su celebración especial, en la que cada habitante de esos metros de tierra pueda hacer su fiesta a pequeña escala, demostrar en qué es bueno a la sociedad y luego contarle a cualquier güireño sorprendido «por qué El Gabriel es mejor que Güira».

En esa tierra a la que tantos abrazos debo, sí que hay modos ocurrentes de celebrar. Da igual que sean pocas las calles, que parezca que no hace falta multiplicar desfiles, que luego el día 1ro. se vayan a Güira a estar también allí, y hasta que sean tan breves los habitantes que una creería que deben desfilar dos veces con tal de parecer una ínfima multitud. Con las características que sea, por esos lares o hay desfile o… hay desfile. Y si en fin de año —mientras en cualquier lugar prefieren quedarse en casa— la gente de este pueblo sale para las calles a treparse en carretas por ocurrencia propia… imagínense cuánto puede ocurrir en un día en que la celebración es casi un decreto sentimental (que es el tipo de ley más inviolable).

Esa jornada de vísperas, el parque casi anónimo se vuelve la Plaza de la Revolución de La Habana. Y no hay mejor presidencia para la simbólica marcha que la de quienes prefieren contemplar desde los portales (si es que alguno soporta quedarse allí). Porque, como todo es más cercano —incluso las distancias a recorrer se reducen a pocas cuadras— una ve que la señora ya muy mayor (la que en una gran urbe tal vez no hubiese podido caminar) anda de la mano de la nieta por el barrio amado. Los niños del único círculo infantil del pueblecito salen con sus seños a defender por adelantado lo que ya es suyo. Y los líderes del pueblo, esos que se identifican desde cualquier esquina sin necesitar título, van animando al que pasa. Porque en un pueblo pequeño… sabemos que todos son familia.

Y sale la banda de la escuela a que las muchachitas hagan de las suyas. Van también los adolescentes que ya estudian en el preuniversitario del municipio, pero el día en que El Gabriel festeja, asisten a marchar con los suyos porque en su escuela entienden que haber nacido en la aldea es un asunto muy serio. Anda también la enfermera de todos, la doctora del pueblo, la que nunca dice que no porque entre amigos no caben los silencios. Y hay, por supuesto, algún que otro caballo… para que a nadie se le olvide que del campo venimos y al campo… ya sabemos.

Así, detrás de cada personaje cotidiano, la historia de nuestros afectos. Esa es la magia de la fiesta obrera a pequeña escala. Se necesita para sentir. Que no haya quien dude que detrás de esa aparente pequeñez está la más enorme de las concentraciones. Porque hay tantos sentimientos…

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