Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Guajira

Autor:

Amaya Rubio Ortega

En medio de aquellas palabrotas, el muy habanero me lanzó el «¡Guajira!». Y ya, punto final, me ponía en mi sitio con la sola mención de aquel vocablo, como si hubiese enterrado hasta el fondo el mismísimo machete de Melesio Capote.

Pero no, y lo digo con fuerza, aquel compay de ciudad no desdibujó mi rostro con una injuria. Y su expresión me hizo recordar que las ceibas más corpulentas son las que tienen las raíces más profundas.

Con el habanero cara de Vedado pensé en mi abuelo Avelino, quien todas las mañanas «se apreparaba pa’ la finquita» con la camisa por dentro de los calzones de campana. Esa era la estampa en su Bainoa: machete en vaina de cuero, cordones tejidos en las polainas y, en lo alto de su cabeza, un sombrero de yarey que no se quitaba ni para... casi nada.

El montuno de mi abuelo decía que el café se tomaba sin aleaciones y disfrutaba el suyo de pie, mirando los surcos, apurado por irse a la siembra.

Aquel hombre, después de cruzar la talanquera, tomaba la guataca para arremeter contra las hierbas que sin invitación suya invadían la yuca, el boniato, el maíz... Y pensaba, siempre pensaba en abuela, su guajira, esa que un día atravesó con furia el cañaveral con dos cubos de agua, porque mientras tendía la ropa, percibió una chispita: «No vaya a ser que el fuego se lo lleve to’».

Y pienso más en los muchos tórtolos que en otra época vencieron la cerca de púas para poder llegar los miércoles y los viernes, antes de las ocho, a intentar una caricia en casa de su enamorada. Iban con cartas (aquellos que no sabían las consonantes, las pedían prestadas). Nada de besos. Y curaban los refunfuños del padre obsequiando tabacos Romeo y Julieta, que si no convencían con el aroma, «a lo mejor va y con el nombre…», decían algunos.

Son las «guajiradas» que me narraron en la infancia. Aquellos tipos rudos luciendo camisas que se almidonaron durante horas y que, cuando veían a sus novias les levantaban el cuello y hasta la autoestima para presentarse ante una suegra dura como un presidente de cooperativa.

Hasta en la posmoderna ciudad de hoy nos hace falta un poco de campo. Esos seres que, sin televisor, desafiaban, desafían, la meteorología y otras ciencias para acertar a su modo: «El gallo cantó, ya no va a llover más», «La luna se embizcó pa’ el sur», «Humo claro, cañaveral quema’o», «La carreta se enterró hasta el gollete…».

Aún escucho vibrar el laúd en el bohío. Era domingo, y ya desde las dos de la tarde, antes de Palmas y Cañas, arrancaba el guateque en cualquier casa: el anfitrión en taburete de dos patas, con el resto de los campesinos a su alrededor. Algunos improvisaban «hasta que amanezca, compay», y las velas los acompañaban durante toda la noche.

Los días de santos arrancaban con los torneos de la argolla, a galope a cruzar la aguja en el anillo o las fiestas populares, trochas, carnavales (como quiera que se les llame), «¡y to’ el campo arrimándose a la carrreta!» —así, con mucha erre, como cantaba Celina—, que en el pueblo esperaba el aguardiente.

Con la «afrenta» habanera también me vino la imagen de aquel campesino innato que cada mañana tocaba en casa de todos los compadres, y comía allí, allá y acullá, de los dulces del día anterior, sin importarle la hipertensión. «El plato tenía que estar a punta de estaca», decía.

He pensado otra vez en mi abuelo Avelino, el hombre de montañas que, en su agonía de muerte, pedía la guardarraya mientras de sus poros salía puro el olor a monte. Hasta en esos minutos, por todos los años que estuvo en los surcos junto a ellos, continuaba llamando a su yunta de siempre: «¡Luceeero! ¡Camagüeeeeey!».

Agradezco a aquel compay de ciudad que me hizo volver al lugar de donde vengo, con una simple palabra: guajira.

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