Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Tumaini de la guerrilla

Autor:

Yeilén Delgado Calvo

Siempre lo imagino con una sonrisa muy amplia alumbrándole el rostro, con esa expresión tan propia de la gente sencilla que anda por la vida dispuesta a dar de sí cuanto haga falta sin pedir a cambio, porque es lo correcto.

Tal vez eso mismo sintieron quienes departieron con él en el Congo y, por eso, de la palabra en lengua swahili «tumaini» que significa esperanza, salió su sobrenombre: «Tuma».

Me lo represento como un guajiro de alma limpia, presto a la ayuda, pero que no olvidaba algunas quemaduras en el sentimiento, como sus trasiegos desde los ocho años entre ganado, lechería, arroz… para llevar más a la mesa del hogar por el que la madre, ocupada como sirvienta, se desvivía.

¿Cuán feliz podrá haber sido en aquellos años pobres en Manzanillo? Allí había nacido él, Carlos Coello, en diciembre de 1940, y allí también se hizo un poco aventurero y aprendió a distinguir entre el mal y el bien. Esa comprensión ingenua y justa de la bondad lo llevó a los 16 años a ir en busca del Ejército Rebelde.

Entre lomas se convirtió en uno de los imberbes que rodeaban al Che, y que le idolatraban con la misma intensidad con que temían sus regaños ante algún «despiste». Y el Che, que constantemente los conminaba a dejar aquella guerra que no era para niños, les quería también, tal vez porque eran los más rebeldes o porque combinaban el empeño con un arrojo a veces desmedido.

Entonces Carlos no era aún Tuma, sino solo un combatiente de la Columna Invasora No. 8 Ciro Redondo, y de su paso por el llano y en la batalla de Santa Clara se recuerda su dedicación para rescatar a los heridos o el cuerpo de un combatiente caído.

El año del triunfo le dieron una tarea que lo llenaba de un orgullo tremendo: debía cuidar al Che, y le siguió por trabajos voluntarios, fábricas, campos de caña, viajes…

Ser escolta del Comandante Guevara era una misión en la que no se iba a permitir fallar, pero el jefe quería que estudiara. Carlos, a quien el trabajo temprano le había robado el sueño de la escuela, decía que no, que para leer estaban los jefes de la Revolución; aunque, claro está, a tozudez ganó el Che, porque sin letras no habría ascensos.

La seguridad personal de su jefe continuó siendo responsabilidad suya en el Congo, donde se hizo Tuma, y —porque así lo quiso— también en Bolivia. En las selvas bolivianas sufrió, como todos los guerrilleros, del hambre, las incertidumbres cotidianas, los insectos… y allí supo que le había nacido un hijo y seguro deseó cargarlo y contarle de sus motivos para estar tan lejos.

El Che lo menciona en su diario solo lo preciso, y de ahí se desprende que era un guerrillero ejemplo, por disciplinado y de confianza…, pero cuando la muerte se le tropezó el 26 de junio de 1967 en una escaramuza, su jefe le dedicó los párrafos más estremecedores de esas páginas, en los que el dolor se escurre tras un estilo que pretende ser siempre hermético y objetivo:

«Día negro para mí... la (herida) de Tuma le había destrozado el hígado y producido perforaciones intestinales; murió en la operación. Con él se me fue un compañero inseparable de todos los últimos años, de una fidelidad a toda prueba y cuya ausencia siento desde ahora casi como la de un hijo. Al caer pidió se me entregara el reloj y como no lo hicieron para atenderlo, se lo quitó y se lo dio a Arturo. Ese gesto revela la voluntad de que fuera entregado al hijo que no conoció, como había hecho yo con los relojes de los compañeros muertos anteriormente. Lo llevaré toda la guerra. Cargamos el cadáver en un animal y lo llevamos para enterrarlo lejos de allí».

La tarea de darle sepultura la calificó de penosa. «Una pérdida personal», dijo más adelante que había sido su muerte, pero lo que no escribió fue lo que contó el campesino Augusto Coca, dueño de la casa donde operaron a Tuma, muchos años después; esa noche el Che no quiso dormir y la pasó solo, sin hablar, mirando el fuego.

Por aquellos parajes se conocía a Tuma como el hijo del Che, porque, afirmaban, se le parecía, era su doble; y es entendible la relación de paternidad que se les achacaba; al momento de su muerte Carlos tenía apenas 27 años, y toda la esperanza de su apodo y de la edad.

El día que toda la cobardía del mundo se juntó para asesinarlo, el Che llevaba dos relojes.

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