Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Caballero del Diamante

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

La noticia me llegó de improviso. Fue un duro golpe, seco y potente: falleció Fernando Hernández. Di un respingo en la butaca y subí enseguida el volumen. No fue un error. Ojalá. Esta vez escuché bien. El gran pelotero pinareño nos abandonó. Se fue tras años de lucha con esa enfermedad abrupta e inoportuna que se empeñó en derrotarlo. Hay personas que son invencibles, pensé para mis adentros, en busca de un consuelo que no llegó. Aunque en el fondo tuve razón, porque el legado del eterno número 9 sí que es invencible.

De la carrera deportiva del Caballero del Diamante no puedo hablar en abundancia. Es una atribución que jamás me tomaría. Ni siquiera tuve el privilegio de verlo jugar, cuando en la década de los 70, según me cuentan, ponía en pie al estadio Capitán San Luis con su forma de jugar a la pelota. Por eso sería, quizá, un desliz imperdonable que me auxiliara de la frialdad de las estadísticas para reflejar la grandeza de un hombre que lo dio todo por el deporte que amamos los cubanos.

Fue un grandísimo pelotero. Imposible negarlo. En las memorias de los fanáticos quedan sus 12 carreras impulsadas en un choque —una barbaridad que todavía constituye récord—, así como su destreza para defender los jardines. Su gran virtud fue la oportunidad en los grandes momentos. 

Por ello fue admirable el Caballero del Diamante, como llamaron por sus dotes a Fernando, quien se ganó a la afición pinareña a base de elegancia y modestia, con un estilo autóctono dentro del terreno que pocos han logrado imitar.

Su otro apodo es todavía más ilustrativo: El pelotero de los niños. De más es sabido que, en Cuba, una criatura respira béisbol desde que está en el vientre de su madre. Fernando mereció ser el espejo de los más pequeños. Por él los padres iban con sus hijos de la mano al Capitán San Luis los domingos por las tardes, los sentaban encima de sus rodillas y les revelaban los secretos de la pasión nacional. Al Caballero jamás se le vio una acción fuera de tono; no era su estilo; más bien, representaba la antítesis.

Hoy, cuando la noticia de su pérdida aún provoca el quebranto de quienes lo admiraron, recuerdo uno de los momentos de mayor satisfacción que me ha deparado el periodismo. Fue hace unos meses, cuando en Sábado deportivo, programa de la emisora provincial Radio Guamá, evoqué algunos de los pasajes más sobresalientes de su vida en los diamantes.

Mucha gente llamó para hablar sobre él. Fue emotivo percibir el cariño que le profesaban. Mientras estaba en cabina, me señalan el teléfono. Era su hija, aún conmovida, quien me agradecía la mención a su padre. Descubrí lo valioso que resulta recordar figuras de este calibre, cuyas victorias están ahí, intactas, y el tiempo no podría borrarlas. El legado de Fernando es perenne, porque está tatuado ya en la memoria popular.

De Bahía Honda, como Urquiola y Casanova —¡vaya trío de peloterazos!— el Caballero era de esos hombres que le daba un batazo a cualquiera; cuando se paraba en el cajón inspiraba respeto. Se extrañarán muchas cosas de él: su humildad, su entrega total sobre el terreno y su estirpe indiscutible de gran pelotero y hombre. Hace unos años fue víctima de un derrame cerebral, pero luchó hasta el último día. Así era él.

En su adiós, con la bandera cubana cubriendo el féretro, una retahíla de ilustres compañeros lo despidieron: el propio Alfonso, Lázaro Madera, Juanito Castro, Félix Pino, Pedro Luis Lazo, Jesús Guerra… La nostalgia inundó el espacio. Recordamos la época en que juntos hacían temblar a los rivales, recorrían los estadios de Cuba y regresaban siempre triunfantes a la más occidental. Equipos como aquel no se han vuelto a ver. 

Entonces me pregunto por qué Fernando Hernández no esperó un poco más para dejarnos. Cuba te necesita. La pelota te necesita. Dondequiera que estés, descansa en paz, Caballero.

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