Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Por una ciudad verde, acogedora, hecha para el buen vivir

Autor:

Graziella Pogolotti

A lo largo de mi vida he acumulado cierta memoria ciclonera. Mi referencia más remota se remite a 1944, el huracán que removió  la confianza popular en el recién inaugurado Gobierno de Grau San Martín. La meteorología no había alcanzado el actual desarrollo científico. Con frecuencia se producían contradicciones entre los partes emitidos por el Padre Goberna desde el observatorio de Belén y los del capitán de corbeta Millás, desde Casablanca. Cuando todas las señales  indicaban inminencia del peligro, en el vecindario comenzaba a resonar el martilleo y los pobladores garantizaban algún alimento para sobrevivir mientras durara la tormenta. Lo más socorrido era un poderoso energético, bien cargado de azúcar, nuestro pan con timba, es decir, pasta de guayaba. Luego, saldrían todos a valorar el tamaño del desastre. El prometido  socorro a los damnificados nunca llegaba a los destinatarios. Acrecentaba el bolsillo de los políticos corruptos.

La violencia y la dimensión de Irma sobrepasa todo lo que mi memoria  hubiera podido registrar. Nos atravesó de este a oeste. Recorrió la costa norte y su diámetro lo adentró bien al sur de nuestra estrechísima isla. La respuesta del país fue rápida y eficiente. Pero el costo habrá de ser, sin dudas, muy alto. Pasado el momento de la emergencia, se impone un análisis proyectado hacia el mediano plazo.

En la capital se eliminaron los desechos sólidos. A partir de ahora, no pueden renacer los basurales. El arbolado sufrió graves daños. Pero su presencia es indispensable en los espacios públicos para protegernos del sol inclemente, para guarecernos en caso de chaparrón, para devolvernos el espacio acogedor de los parques, como integrante necesario de un diseño urbano armónico, hecho a la medida del ser humano.

En esta coyuntura, algunos reclaman la necesidad de modernizar nuestras ciudades. Por abstracto, el concepto puede sugerir numerosas y contradictorias interpretaciones. Décadas atrás, surgieron macroconglomerados que arrasaron el legado histórico  de las zonas centrales, sustituidas por conjuntos   privados de carácter y singularidad. La ciudad es un espacio vivo, definido por el intercambio entre el cuerpo edificado, los espacios públicos —calles, avenidas, parques— y las personas. Por razones de clima y de densidad demográfica, esos rasgos han marcado profundamente La Habana. Así la han visto los escritores y los poetas que la cantaron. Para Carpentier no fue solo ciudad de columnas y portales protectores del sol y la lluvia. Hubo un vínculo entre el interior de las casas y el ambiente callejero, donde juegan los niños, se escuchan los pregoneros y se interpelan los caminantes.

Las ciudades plantean complejísimos problemas de sostenibilidad y mantenimiento. Crecieron a través de los tiempos bajo el influjo de la espontaneidad surgida de la especulación en torno al valor del suelo y por sucesivos cambios en su función económica. Así, nacieron las zonas privilegiadas y las destinadas a los preteridos. Requieren extensas redes para la distribución del agua, la electricidad, el gas y la telefonía. Acumulan volúmenes enormes de desechos. Su peso demográfico se agiganta. Estables o flotantes, en La Habana se concentra más de la quinta parte de los habitantes del país.

El complejísimo  universo de la ciudad exige un enfoque multidisciplinario, con la participación de urbanistas, arquitectos, ingenieros y sociólogos. Es nuestro hábitat depositario de una memoria y contexto de una vida contemporánea en constante transformación. Integra el conjunto edificado y nuestra existencia doméstica, laboral, recreativa, vale decir, la totalidad de nuestras relaciones interpersonales. En su adecuado funcionamiento intervienen las instituciones, el basamento normativo que emana del cumplimiento de la ley, el desarrollo de la conciencia ciudadana y el sentido de pertenencia con su componente humano. Imagen tangible de la historia, las soluciones no habrán de encontrarse en el trasplante de modelos, sino en el análisis de su realidad concreta. La inversión extranjera en ese contexto, evidente ya en el sector turístico, requiere un marco regulador urbano con la presencia de especialistas formados en nuestra tradición nacional.

La costumbre y el desgaste de la rutina cotidiana inducen a subestimar lo propio. Apremiados por el tiempo, no hemos aprendido a disfrutar nuestra ciudad. En ella, a pesar de las cicatrices, el visitante  percibe la seducción de lo insólito. El porvenir comienza en cada amanecer. Por eso, aun en las circunstancias más difíciles la mentalidad debe proyectarse hacia horizontes más anchos. Así se desplaza la rutina y la noción de la supervivencia se   articula con el llamado a la restauración. Paulatinamente, tenemos que rescatar el verde de nuestra ciudad que debe ser reforestada a partir de una selección científica del arbolado  con directrices que unifiquen el interés de los espacios públicos con la preservación de los tendidos eléctricos y  telefónicos. Asimismo, en razón del interés primordial de la salud pública y del bienestar de los pobladores, corresponde a las instituciones preservar la limpieza de nuestras calles. Solo de esa manera lograremos que quienes habitan una ciudad la cuiden por extensión de su hogar. Porque la suciedad del entorno invita al abandono y de todo ello se derivan conductas irresponsables. En esas condiciones, pueden aplicarse normativas legales a los violadores de lo establecido en función del bienestar de todos. En los últimos tiempos, la prensa se ha expresado críticamente respecto a comportamientos sociales violatorios del respeto fundamental al otro. Son manifestaciones que se producen en el espacio público de nuestras calles y medios de transporte. Se trata, casi siempre, de contravenciones de la legislación vigente que no se difunde y no se aplica. Es, sobre todo, la revelación de un individualismo rampante que subvierte el sistema de valores inherente  a nuestro proyecto social.

La norma jurídica es el resultado de un consenso colectivo. Constituye un componente regulador de procesos formativos que pasan por la familia, por la escuela, por los medios de comunicación y por el ambiente que nos rodea en los espacios públicos. Cuidar el entorno, comprometer a todos desde la acción institucional en esa tarea, es un modo de profundizar en el desarrollo de la conciencia ciudadana. De ella depende, en gran medida, la obra restauradora que tenemos por delante.

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