Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Del Sol

Autor:

Jesús Arencibia Lorenzo

«¿Se me trabó mucho la lengua?», susurró el profe después de aquella clase magistral de sábado por la tarde. La escuela, el instituto preuniversitario vocacional Federico Engels, estaba casi vacía, pero Roberto Del Sol, como había hecho durante años, tenía encuentro con sus estudiantes para conversar.

Solo que aquel sábado, la cita fue después de una fiesta. Y aunque le insistimos mucho para que se tomara el día libre, de ningún modo aceptó. Tras unos pocos tragos de vino, cumplió hidalgo su deber y nos embelesó con una charla exquisita. Aun así, no se permitía un desliz en el magisterio, por eso me preguntaba si había salido «claro». Aunque las lecciones del buen Roberto, que eran noticia en cada pasillo del instituto, desandaban los caminos de la Historia y el Marxismo, en ellas se tertuliaba sobre Geografía, Biología, Matemática, Derecho...

Mucho antes de que en Cuba se acuñara el concepto de Profesor General Integral     —no siempre feliz en sus resultados concretos—, los encuentros con Del Sol gozaban de esa integralidad. Mucho antes de que el cuentapropismo reactivara la fiebre de los repasadores, ya él ejercía como tal, con la pequeña diferencia de que jamás cobró un centavo por sus enseñanzas. «Mi tiempo y el de mis alumnos no tienen precio», solía responder cuando alguien le sugería un poco de racionalidad económica para su quijotesco empeño.

Al evocarlo, siempre lo veo dialogando, al más puro estilo socrático. Eso era lo que hacía y hace este profesor bajito,     calvo y sonriente, que ha transitado con éxito por varios centros y niveles de enseñanza en la provincia de Pinar del Río: conversar y reír con sus alumnos hasta que alguien se da cuenta de que ya es de noche, o que se va la guagua, o que la vida toda no puede caber en una conferencia y hay que dejar un pedacito para mañana.

Del Sol podía vincular el pasado épico de la nación con los fotones de luz de los que hablaba Einstein o con los movimientos de sístole y diástole del corazón sin que alguien notara una relación forzada o un ejemplo «traído por los pelos». Problematizar sobre la historia y la vida, hallar en lo aparentemente contradictorio las claves y explicaciones más fascinantes era, en su práctica, un ejercicio cotidiano.

Su llave magnífica: la duda. Aunque seducía escucharlo, terminaba habitualmente invitándonos a un fraterno «duelo», a que desconfiáramos de lo que nos había dicho y saliéramos a buscar nuestras propias respuestas.

Pícaro y enamorado, citaba a Martí con la misma profusión y limpieza con que nos mostraba a Darwin, polemizaba con Pascal o descorría el velo de Picasso. Marta, su esposa, se quejaba a menudo, con razón, de que Roberto andaba en las nubes, trabajando la semana entera y repasando extra sábados y domingos, mientras ella se echaba a la espalda el hogar. Pero terminaba impulsándolo, romántica amante, a que siguiera esa estrella, aun a costa del tiempo de los suyos.

Pasan los años y cada vez que pienso en él o voy a visitarlo, comprendo más que su apellido es casi un símbolo de los buenos maestros. ¿De dónde, si no del Sol, provienen los que educan?

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