Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Vestida de azul

Autor:

Aileen Infante Vigil-Escalera

Hoy amanecí vestida de azul, con el mismo color que hace ocho años dejé atrás en pasillos y escaleras, en aulas y albergues, en trampolines y piscinas. Un azul de uniformes, corbatas, bolcheviques, canciones y consignas que marcaron los tres años de mi vida en los que más soñé, lloré, amé y crecí.

Poco sabía al respecto cuando en noveno grado perseguir tal color se volvió mi primera y única opción de continuidad de estudios, encantada con las historias y experiencias de quienes me habían precedido en tal elección. Mucho menos cuando, una vez aprobados los rigurosos exámenes de ingreso, un soleado domingo de agosto recorrí por vez primera los senderos hacia la que sería mi segunda casa.

De aquel primer encuentro recuerdo el temor hacia lo desconocido, a perderme entre tanta inmensidad, a no estar a su altura. Apenas cinco meses más tarde, no dejar mi huella en cada uno de sus rincones, superó a las inquietudes iniciales. ¿Su origen? El primer y único día del egresado que pude disfrutar entre sus azules brazos.

Recuerdo que el 31 de enero de 2008 comenzó para mi grupo con un doble turno de Matemáticas que no superó la media hora de duración porque cuando las manecillas de los relojes insistían en demorar el paso del tiempo ante la algarabía que ya se escuchaba afuera, una decena de jóvenes tomó por asalto el aula donde el «profe» Marrero intentaba explicarnos las complejidades de la aritmética.

Ni él, uno de los más serios integrantes de nuestro claustro, pudo resistirse a la emoción con la que lo aclamaban quienes se consideraban sus más orgullosos exalumnos. Al apretón de manos y el cordial saludo lo siguieron, en fracción de segundos, un montón de brazos que lo alzaron sobre sus hombros mientras él intentaba camuflajear sus tímidas lágrimas con sonrisas.

 Nunca, como en aquella jornada, vi repetir el gesto tantas veces por tanta gente distinta. De todas las edades y procedencias la afluencia de egresados orgullosos parecía no tener fin. Todos querían volver a desandar aquellos pasillos, escaleras, albergues, plazas de formación, piscinas y comedores donde dejaron su huella. Todos querían abrazar a los profesores que aprendieron a amar tras los regaños y las malas notas que encausaron sus vidas.

Ese día conocí de embarazadas que venían a recorrer por última vez, antes de dar a luz, los pasillos donde se enamoraron del padre de su futuro bebé; de jóvenes que aquí descubrieron su vocación de ingenieros; de licenciados devenidos trovadores gracias a los acordes de guitarra en largas noches de recreación, de personas mayores, ya con canas incluso que, a pesar de haber vivido cortos períodos de tiempo con el rojo monograma en el hombro izquierdo, lo sentían suyo.

Aquella fue una jornada larga de encontrar cuentos, chistes y hasta canciones a cada paso. Una jornada de ver monogramas casi traslúcidos por el paso del tiempo, pero igual de amados que el primer día. Una jornada de rencuentros con amigos, con pasiones, con un pasado que se resistían a dejar atrás, porque formaba parte de su presente y futuro.

Al final de día, donde lloré con más de una canción dedicada a la escuela, me descubrí imaginando cómo sería mi primer aniversario de graduada. Entonces, pensé, revisitaría el aula de las primeras lecciones, el albergue de las complicidades nocturnas, el bosque de los juegos prohibidos, el anfiteatro de los cuentos de terror, el docente de la primera guardia, la escalera del primer beso, el pasillo de las decepciones encontradas.

Desandaría las piscinas de las acaloradas champions de fútbol, el anfiteatro natural de los grandes acontecimientos, el sendero de las fugas hacia el Jardín Botánico o Expocuba, el Gallo Mariano de los recesos, el parque de los hierros de los amores fugaces. Subiría incluso a la azotea desde donde vi por primera vez una lluvia de estrellas y recorrería la circunvalación de la noche interminable.

No podría imaginar entonces que aquella sería la única y última vez que celebraría la fecha, ni que, pasados ya siete años de mi egreso, ni una sola vez regresaría a concretar mis sueños. Mucho ha cambiado la Lenin desde entonces, como mucho se han transformado o desaparecido sus más bellas tradiciones. Pero su esencia, esa que hizo a miles de habaneros y cubanos enamorarse de su inmensidad durante 44 años, sigue viva. Hoy, estoy segura, no fui la única que amaneció vestida de azul.

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