Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuando Naborí le «falló» a Celia

Autor:

Enrique Milanés León

El pisotón a la espiga no había comenzado ahí. Lejos de la ciénaga, Dwight Eisenhower le había pasado a Kennedy, en enero de 1961, la bomba sin espoleta de una invasión a Cuba. La máquina de herir pueblos estaba activada, así que no era cosa de apagarla. Poco después Luis Somoza, un amigo cercano de Washington, despidió a los mercenarios en muelle nicaragüense.

—¡Tráiganme un par de pelos de la barba de Castro!— cuentan que pidió el dictador.

El 15 de abril atacaron a traición los aeropuertos de Santiago de Cuba, Ciudad Libertad y San Antonio de los Baños. Mataron a siete cubanos e hirieron a decenas de otros, pero en Cuba no hubo miedo a ser valientes: mientras en Ciudad Libertad se secaba en una puerta el nombre de Fidel escrito por el joven Eduardo García con su última sangre, en San Antonio de los Baños los pilotos pusieron sus camas debajo de los aviones para no perder un minuto en caso de alarma de combate.

En un entierro de mártires, el 16, los nuevos héroes juraron defender el socialismo que nació —honrando la idea martiana de que los árboles dan mejor fruto cuando tienen un muerto debajo— de fértiles biografías de antaño lustradas con sangre reciente. Al otro día, con «cuatro bocas» checas y chinas, con fusiles FAL y M-52, a pura metralleta y balazo limpio, comenzó a cumplirse la promesa.

Los agresores, que en la antesala del ataque enviaron hombres rana estadounidenses, apoyaron el desembarco con aviones de sexo cambiado —además del engaño, ¿buscarían en nuestras insignias el valor sobrado de las mujeres y hombres de Cuba?— que también bombardearon objetivos civiles. No se dice mucho, pero el napalm que mató en Vietnam se probó antes en Girón.

Hubo balas y hubo muerte. Y hubo gloria suficiente para que el recuerdo alcance. El 19 de abril, 65 o 66 horas después del inicio de la invasión, cayó el último reducto mercenario. En menos de tres jornadas Cuba decapitaba la cabeza de playa proyectada en la Casa Blanca. El Gobierno provisional que en vano esperó «su momento», el show de la OEA y la intervención más directa —porque hubo, en las bajas, pilotos norteamericanos— tendrían que ser pospuestos.

A esa hora, entre los 1 200 prisioneros se desató una masiva vocación culinaria y, en una negociación en la cual el Gobierno estadounidense no quiso involucrarse, Cuba exigió cambiar aquella chatarra humana que había apuñalado a su tierra, primero por tractores y luego por compotas. La barba de Fidel nunca se vio más vigorosa.

En Girón, Cuba puso a pelear lo mejor de su pueblo. Tuvimos allí a corresponsales de guerra tan especiales como Dora Alonso y Tomás Gutiérrez Alea. También el Indio Naborí, por supuesto.

Naborí conoció a la niña Nemesia y se sentó a hablar largo con ella. Se enteró de los trabajos de su mamá Juliana para complacer el blanco sueño de zapatos de la pequeña. Nemesia se los puso una sola vez, en Soplillar, y cuando su papá carbonero llegó a la casa anunciando que tenían que evacuarse a Jagüey Grande, la muchacha, inocente de lo que era una invasión, pensó que sería una buena oportunidad para llevarlos y ponérselos en aquel pueblo.

En el camino los bombardearon, la niña perdió a su madre y vio heridos a su abuela y a sus hermanos. «Yo vi a mi mamá por dentro», explicaría al recordarla ametrallada.

Tal vez ahí empezaron los conflictos de Naborí, el periodista especialmente encargado que, en cambio, llegó a su casa con un lamento:

—Eloína —le contó a su mujer—, no voy a poder escribir la crónica que Celia me pidió.

No lo hizo. Tal vez la historia, entre tanta épica grande, no lo haya recogido: en un combate paralelo al de Girón, nada sangriento, pero sí intenso, el poeta había vencido al periodista. El Indio Naborí incumplía con la heroína de la Sierra porque tenía que escribir para nosotros la Elegía de los zapaticos blancos.

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