Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Reuniones aptas para mayores

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Como mismo ocurre con las películas, a las reuniones se les debería extender cierta clasificación cinematográfica. No nos referimos a esa con tonos de aviso, donde se advierte que la cinta tendrá lenguaje de adultos y violencia; sin olvidar la categorización que nunca se puede obviar: esa otra (más apropiada para las rutas de guagua que para los largometrajes).

La clasificación que ahora recordamos es más clásica y mucho más concreta. Y es esa que anuncia en la puerta de los cines que la película es para menores de edad o apta solo mayores de 16 años, aviso este último que algunos muchachones veían con cierta consternación, pues aquel letrero era el primer obstáculo para no ver a Sonia Braga actuando (precisamente sin bragas) en Doña Flor y sus dos maridos.

Pero más allá de las reconvenciones y dolores (no solo de cabeza) que traían esos carteles y que vinieron a solucionarse con las memorias y discos duros portables, lo cierto es que entrar a una película —como a una reunión— de adultos implica un principio insoslayable, y es el de ser dueño y responsable de tus actos junto con el deber y la obligación de decir, además de actuar y escuchar con respeto, aun cuando no guste lo que se dice.

No obstante, al juzgar lo que se ve en los últimos años y sin que exista una norma de en qué lugar o sector específico, en ciertos espacios se ha afianzado una tendencia a sobreorganizar las reuniones, al punto de que en ellas pudiera funcionar muy bien la clasificación del cine y ubicarlas como asambleas aptas para menores de edad.

Porque bajo el argumento de quedar bien y no dejar margen a las improvisaciones, lo que se ha entronizado en esos encuentros es una especie de reglamentación, un tanto parecida a la que se hace con los niños al salir de casa, en la cual se les advierte cómo hablar, qué decir, quién debe hacerlo, cómo sentarse y hasta  cómo se debe actuar.

Una vez los invitados a una asamblea apreciaron los extremos a los que se puede llegar con este fenómeno cuando se avisó de que debían sentarse bien derechitos porque cuando la presidencia entrara, y que cuando se comenzara nadie podía pararse, ni siquiera para ir al baño. «Si se están orinando —dijeron—, tranquen. Y si no pueden, aprieten más (Sic)».

En las últimas filas los invitados estaban azorados. Uno se inclinó en la butaca y murmuró que además de las agendas y los bolígrafos en los aseguramientos se debía haber incluido una asignación de pañales desechables y bolsitas de residuales para los participantes. Otro fue más contundente: «En mi caso, con un tibor resolvemos el problema».

Más allá de las anécdotas, lo cierto es que el resultado de tales tendencias se percibe en un tipo de encuentro, en el cual a primera vista queda muy bien e incluso se dicen cosas importantes; pero al final a uno le queda la sensación de que, en medio de tanta formalidad, todo no se dijo o que los conflictos se minimizaron —pese a que formalmente se aludió a ellos—, y que el propósito final era no tanto viabilizar las inquietudes de los asistentes sino conjurar cualquier incomodidad en la presidencia.

En ocasiones se olvida que los espacios de participación —como la vida misma— necesitan de un nivel de espontaneidad, donde se le cierre el paso al aburrimiento y las personas perciban que ese escenario no le es ajeno y que en él se puede combinar sin cortapisas la libertad de plantear el criterio con la responsabilidad y la madurez a la hora de expresarlo.

Contrario a lo que algunos pudieran pensar, la formalidad no siempre va de la mano, ni mucho menos es garantía de la profundidad en las ideas. Algo así pensábamos mientras ocurría la asamblea de la FEU en la Universidad de Ciencias Médicas de Ciego de Ávila. El teatro era una verdadera fiesta con pasillos de conga, algo que de seguro hubiera desatado un infarto a los ungidos de las formalidades. Para esos personajes, el encuentro estaba destinado al fracaso; pero cuando comenzó, los asistentes vivieron dos horas y media de un auténtico aire de jóvenes con criterios dichos bajo la más plena responsabilidad. Era, a no dudarlo, un verdadero y feliz encuentro de adultos.

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