Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La Milagrosa

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Un chorro de nostalgias me han echado por la cabeza mis compañeros de estudio del pre, fraternales amigos de alegrías y tropiezos en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (Ipvce) Ernesto Che Guevara, de Villa Clara, con la creación ahora de un chat grupal en ese entretenido y solariego maremágnum virtual llamado Facebook.

Movidos por la intención de sentirnos unidos en ejercicio contra el Alzheimer, no han sido pocos los viejos camaradas que han resucitado hitos de un anecdotario compartido, provocador de las mismas carcajadas de entonces, casi 15 años después de que nos graduáramos de 12mo. grado y de que cada uno de nosotros tomara rumbos diferentes.

De ese torrente serio y bromista en el que nos hemos sumergido, llama la atención cómo ha flotado un inolvidable sitio de la geografía «ipvciana» villaclareña, un símbolo que persiste, como la gota que colma la copa del recuerdo, en el imaginario de una colectividad que, aunque distante físicamente, no logra desprenderse tan fácilmente de lo que significó, en tiempos de escasez de agua, aquella pila minúscula que bien ha de considerarse un baluarte de la resistencia hídrica nacional cuando se construya —o reconstruya— la historia de las becas en Cuba.

No por azar la fuente, postrada y casi imperceptible a un costado de uno de los dormitorios, quedó santificada, folclóricamente hablando, con el sobrenombre de La Milagrosa. Y aún está por averiguarse quién fue el chivador de tan consagrada denominación, frente a la que nunca valieron mucho las leyes de la física que permitían explicar la imposibilidad de un escurrimiento permanente en la zona en que se ubicaba la llave.  

Lo cierto es que cuando no había una gota de agua en toda la Vocacional, algo que era bastante frecuente debido a problemas en la conductora que abastecía la escuela, aquella tubería, que terminaba en un recodo con cara de abrevadero, nos hacía «el milagro» de entregarnos incondicionalmente su proverbial líquido, así fuese un hilo lo que demarrara, para que pudiéramos dar cumplimiento a elementalísimas exigencias de aseo personal, sin tener que halar por el cubo y los tres pomos, e ir entonces hasta El gigante, ese pueblecito cercano que, agigantado en poses generosas, también nos dio tanto de beber y de bañar.

Pero La Milagrosa era por encima de todo un fenómeno de masas, un espacio de crecimiento personal. Veámosle su mejor lado, y no quiero con esto quitarle mérito a su servicial prodigio, por el que todavía le debemos, y no poco, miles de profesionales oriundos de una buena parte de la región central de la Isla.

Por su naturaleza espléndida, y por las necesidades que solía cubrir, aquella pila tenía un ángel especial para aglutinar a multitudes medio sedientas, razón por la que sus alrededores, mientras la gente aguardaba en las kilométricas colas, se convertían con mucha frecuencia en una especie de plaza socializadora de lo humano y lo divino, donde lo mismo podías conocer a nuevos amigos que agenciarte algún contrincante, o darle curso a una animada solidaridad de circunstancias, con la que servirte un día y luego verte obligado a servir, siguiendo esa recíproca filosofía del interés de «hoy por ti, mañana por mí».

Nadie pondría en juego cuánto reforzaron la identidad grupal, el hacer colectivo entre alumnos de un mismo grado, o la salvaguarda de vínculos entre colegas de un albergue, aquellas esperas desencadenantes de euforias y malhumores, pero, en el fondo, aleccionadoras y gratificantes en su mayoría.

Sí, porque cuando uno lograba divisar que en medio del gentío estaba la pelirrubia del grupo cinco, a la que una vez le prestaste una cuchara en el comedor, o la gordita simpática del 15 que tenía el tatuaje de la rosa negra en el brazo izquierdo, enseguida uno comenzaba el flirteo visual, el saludito «guaroso» de la búsqueda, hasta que, por fin, pocas palabras mediante, aparecía el gesto salvador: «Está bien, echa para acá», sin que dejara de escucharse la advertencia que despejaba cualquier intento de duda o incomodidad por el resto de la cola. «Tranquilo, caballeros, que él venía conmigo, lo que se quedó atrás». Con exactitud, no sé cuál ha sido, fue o sigue siendo la suerte de la querida llave salvavidas. No sé si años después cierta reparación constructiva dio muerte o produjo alguna reconstrucción estética a su fisonomía hidráulica, tan sencilla y discreta.

De lo que sí puedo dar fe es que aquella fuente socorrista, con su recogida postura de muchacha enana y llorona, sigue humedeciéndonos la memoria a muchos, haciéndonos llenar el recipiente siempre reservado para los amigos de cuanto líquido jocoso se pueda verter, empapándonos hasta los empolvados y enigmáticos senderos del ciberespacio desde geografías lejanas. Quizá por obra de uno de sus propios milagros. Vaya usted a saber…

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