Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Perpetuum mobile

Autor:

Enrique Milanés León

En mi tierra, y fuera de ella, lo que más me enamora de la Revolución es el torrente que la mueve. Con el impulso inicial del pueblo, avanza como ejemplo posible de la imposible máquina de movimiento perpetuo. Porque, más allá de la física, si la gente conserva a lo largo del tiempo la energía del triunfo, el futuro de la obra de bien estará salvado para siempre. Por el contrario; sin ese empuje natural, todo horizonte se quiebra.

 Aunque las biografías docentes y laborales no suelan comenzar ahora con aquel «pertenezco a una familia humilde de muy lejooos…» con que arrancaban los autorretratos de mi generación, y hasta el sagrado verso «Vengo de allá de la ciénaga…» pareciera a algunos, ya redimido el pantano, solo una anécdota de matutinos escolares y actos conmemorativos, no tengo ninguna duda de que el combustible esencial de todo proceso de masas es —en dirigentes y dirigidos en pos de una dirección común— la humildad más rotunda, la poderosa y anónima, la que no se observa pero sacude el subsuelo afectivo del último ciudadano.

Esta no es mi biografía, no se asusten, pero si comparto el tema tengo que recordar que esta Revolución sexagenaria que hoy celebro me puso en las manos, cuando era un niño, un primer libro. El resto es mi historia. Muchas letras después, tras estar en dos o tres lugares y conocer a unas cuantas personas valiosas, sigo aferrado a mi mejor «foto»: textos trocados por la merienda; eventual fugitivo, descalzo, en los ardientes playazos de Santa Cruz del Sur; inventor de juguetes rústicos cuando la travesura infantil había destrozado los hermosos, soviéticos y chinos, que aquellos hombres con barbas que (se la) jugaban en serio contra los yanquis comenzaron a garantizar, aun a las familias con casas de guano como la mía. ¡Cuánta riqueza a un lado y otro!

Enterrando mártires en abril del 61 Fidel trazó un primer gran perfil de la Revolución: «…socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes», y Martí —el mejor faro de carretera que tuvo la Caravana de la Libertad— ya nos había dejado una lección insuperable de humildad cuando, pensando en Manuel Mercado, nos dijo a todos: «Sé desaparecer». Si el Apóstol se consideraba prescindible, no habrá, por los siglos de los siglos, derechos a vanidades en Cuba.

Parece una ironía, mas no lo es: nuestra Revolución humilde fue «desapareciendo» de las familias, a base de luz y amor, aquellos padres analfabetos, como los míos, y convirtió en hecho común que aun en los hogares más pobres brillara en la mesa la fortuna del conocimiento. A la postre, vivimos de alguna manera el contrasentido de que ciertas lumbreras intelectuales se muevan entre tensiones mundanas. Esos capítulos —tan del agrado de quienes quieren robar materia gris al país— se ven día a día: el cirujano sudando la gota gorda para llegar al trabajo, la científica inventando en casa el menú de mañana, iluminados maestros vestidos con estrechez de otro siglo… los de mucha alma, casi sin tienda. En cambio, a pesar de ello, o tal vez por ello, se hacen más grandes.

Nunca fue tan necesario asumir con hondura la idea de la entrega individual al progreso colectivo, defendida mil veces por Fidel, como ahora ¿que él no está? Esa tarea, cardinal en el programa del socialismo, solo pueden ejecutarla eficientemente los soldados de élite de la Revolución: los humildes.

En estos días de sesiones parlamentarias uno, orgulloso de los índices de representatividad allí de todos los sectores, se detiene a pensar que lo que hace al nuestro un mejor legislativo que otros no es, por ejemplo, la hermosa estampa del campesino que habla por Cuba desde el Palacio de Convenciones, en sesión programada, sino la posibilidad de encontrar cualquier día a los diputados más reconocidos dialogando con los ciudadanos, en condición de iguales, en comunidades recónditas.

Es el pilar de nuestro proceso, el de la gran tríada: de los, con los y para los humildes. Así como el hombre que dejó temprano la agradable casona de Birán para resembrar la isla con semillas de Martí —el héroe sereno del saco triste y el pecho en flor—, hay infinidad de cumbres al respecto: la Celia que adornaba su pelo con flores silvestres pero llevaba un pueblo en la cabeza; Pirolo —también llamado Teófilo—, el boxeador que comprendió que su mejor nocaut era cada rechazo a venderse; Tamayo, el exlimpiabotas, el cosmonauta más sencillo del mundo que, con gravedad y sin ella, levantó a su Isla para adornar, con su fulgor, la vastedad del cosmos.

Sin fanfarrias, todos llevaron sobre sus hombros y mueven con sus ideas un proceso que avanza gracias a la raíz popular, pese a tener en contra el peor enemigo que pueda encontrarse. En aquel discurso de despedida de duelo, en la antesala del bombardeo mercenario que ocasionó allá en la ciénaga la historia triste de los zapaticos blancos, Fidel comentaba que no nos perdonaban «que hayamos hecho una Revolución socialista en las propias narices de Estados Unidos» y la gente le respondía: «¡Pa’lante y pa’lante y al que no le guste, que tome purgante!».

En otros términos, el guía y su pueblo aludían en 23 y 12 a nuestra criollísima interpretación del latín perpetuum mobile, ingenio esquivo a la ciencia pero posible en la acción social cuando multitud de corazones comunes están conectados a la tierra en que nacieron. Es nuestra palpable máquina de movimiento perpetuo: para ese día y para siempre, renovábamos con Fidel la fuerza de los humildes.

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