Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un brindis por La Habana

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Brindo por La Habana y por ella —porque de verdad que sí: se lo merece— pidamos lo más grande. Brindemos por esa ciudad que ha resistido y tendrá que seguir enfrentando los embates del tiempo y las durezas económicas. Pero alcemos la copa o el vaso de cristal o plástico —como quieran ustedes, con lo que tengan, señoras y señores— o la latica del barrio pobre y digno, por esa capital nuestra —bien llamada «la de todos los cubanos»—, que en los años más duros del período especial no perdió su hermosura y ante las dificultades permaneció (y permanece) altiva y humilde, como solo lo saben hacer las damas de leyenda.

Pensar en esos años es recordar los tiempos duros y felices de la beca universitaria de F y 3ra. Recordar, por ejemplo, cómo los domingos en la tarde, cuando el verano empezaba a anunciar la llegada con sus latigazos de calor, La Habana se convertía en una ciudad dormida. El bullicio de la semana desaparecía, y en sus calles y avenidas apenas se veía pasar un auto. Era un mundo sumergido en el descanso y desde el privilegio visual de una altura de 19 pisos, uno salía y contemplaba a esa ciudad bañada por la intensa luz de la media tarde.

Era el momento de pensar. Desde el balcón se veían las casas y los edificios de todas las épocas y estilos; derruidos o a punto del derrumbe, con las pinturas descascaradas en algunos casos o mejor preservadas en otros, los que permanecían incólumes y los pocos que surgían nuevos. Sin embargo, en todos los casos, incluso en los que estaban más cerca de decir adiós, había una serenidad que el Sol se encargaba de reafirmar al darle un tono blanco mezclado con sombras grises. La Habana, entonces, se parecía a esos cuadros impresionistas que tanto mencionaba Alejo Carpentier, con algo tan grande palpitando dentro a pesar de la suciedad y el estrago de la crisis, que a cualquiera no le quedaba más remedio que decir: «Coño, verdad que esta ciudad es linda».

Ahora, dentro de unos días, esta Habana que vive abrazada al mar cumplirá sus primeros 500 años. Y en esa hermosura, que los embates de la economía no han podido borrar, está su historia y, sobre todo, su gente. La Habana vive por el pasado que guardan sus piedras, pero también por las personas que cuelgan sus sábanas blancas en los balcones, como dice Gerardo Alfonso en su inolvidable canción; y que tampoco se rinden ante las dificultades cotidianas. Ellos son su mayor riqueza.

Brindo por esa ciudad, por lo que en ella se hace para sanar sus heridas. Pido que esa cura continúe, porque así se resguarda la memoria y felicidad de un pueblo. La Habana es Cuba porque en cada pedazo de esa urbe —hasta en el más impensable— hay trocitos de esta gran Isla; aunque también en cada pueblo y ciudad de este caimán verde hay algo —más público o más callado— en el que respira una partícula de nuestra capital.

Brindo, sí, por ese rescate; sin embargo pido también porque esa energía, esa innovación, esa creatividad redentora se clone para salvar el gran patrimonio cultural y arquitectónico que existe al interior de la patria. Digo esto y pienso en el Batey de Bolivia, en Ciego de Ávila, lleno de historia hasta en las raíces de sus árboles. O en los jardines desaparecidos del batey de Primero de Enero. O en el centro histórico de la capital avileña, con el misterio de sus portales a pesar de las balaustradas y columnas careadas o de sus techos de tejas que desaparecen para ser sustituidos por cubiertas infames.

Restaurar la memoria lleva economía y no poca, nadie lo pone en duda; pero lo que más lleva es pasión y deseos de hacer. No solo de pan vive el hombre. Y para que esa pasión germine y se imponga la voluntad de actuar es necesario conocer la historia, la más pequeña, la del terruño local; que, a fin de cuentas, es la más decisiva porque, sencillamente, no se ama lo que no se conoce.

Brindo ahora por La Habana y pienso en el Doctor Emilio Roig de Leuschering y en Fidel, que en los años más aciagos del período especial tomó en silencio y sin alardes las medidas para salvar la capital. Y pienso, también, en el guardián de esa gran ciudad. En el hombre que la recorre en silencio, que acaricia sus paredes —con la mano y la mirada—, en la persona que ha seguido el precepto martiano de unir el pensamiento y la acción. Pienso en él, y en el niño (que hoy es un hombre), que no se perdía sus andares por La Habana en la televisión. Pienso en lo tanto que le enseñó en esas andanzas y desde el asiento en la memoria le pide permiso para decir: «Gracias, Eusebio, por todo. Tú eres La Habana, pero también tú eres Cuba». 

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