Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Sutilezas del maltrato

Autor:

Juan Morales Agüero

Si de tomarle el pulso a nuestra cotidianidad se trata, los periodistas tenemos en la calle una inagotable fuente de retroalimentación. Es en la bodega, la parada, el mercado o el estanquillo donde suelen revelarse con mayor nitidez las usualmente escurridizas musas de la inspiración. Yo mismo andaba tras un tema para esta columna cuando de pronto, ¡bum!, un vecino, sin proponérselo, me lo proveyó.

Comienzo con una digresión: hay diferentes maneras de maltratar al prójimo. Entre las más comunes figura el maltrato de palabra, expresado en las malas pulgas que el dependiente de un establecimiento manifiesta al responderle a un usuario. Y está el maltrato de hecho, que exhibe su oreja peluda cuando el vendedor de carne de cerdo le roba al cliente dos onzas en contubernio con su báscula.

Existe una tercera modalidad, que, al menos en apariencia, no parece emparentada con los estilos mencionados. Es más refinada, aunque no menos dañina. Disimula su perfidia bajo un disfraz de corrección fácilmente distinguible. En nombre de las ordenanzas, sus devotos sienten un placer morboso en irritar a la gente. Cierto: no desvalijan en la pesa. Verdad: no agreden verbalmente. Pero propician que las personas se disgusten por motivos de baja intensidad.

Hace unos días, a un vecino lo sorprendió un aguacero en plena vía pública. «¿Y ahora dónde me meto?», dijo para sí, ya sintiendo los primeros indicios de su asma crónica. Miró en torno suyo y no vio ninguna casa que le pudiera servir de transitorio refugio. Y entonces distinguió aquel parqueo estatal, con su uniformado custodio dentro de su garita.

Mi vecino se le acercó, calado ya hasta los huesos. Tan pronto lo vio caminar hacia él, el vigilante se puso en guardia. «Buenas tardes, compañero —lo saludó mi vecino, con cortesía—. Necesito que me permita estar aquí hasta que la lluvia se aplaque un poco. ¿Cree que eso sería posible? Soy asmático y si me mojo más pagaré las consecuencias».

El custodio le devolvió el saludo y, a seguidas, y también cortésmente, le respondió que lo lamentaba, pero que no podía autorizarlo a guarecerse allí, porque lo prohibía el reglamento de la empresa. «Mire, en la otra cuadra hay una tienda que tiene portal —le señaló, amable—. Si se apura llegará a tiempo. Parece que tendremos agua para rato».

Mi vecino no lo podía creer. ¿Aquel hombre se negaba a darle abrigo temporal en el parqueo solo porque sus ordenanzas lo contraindicaban? ¿Acaso no lo veía tosiendo y convertido en una sopa? Insistió, con la esperanza de que apreciara su lamentable estado y cambiara de opinión.

«Pero, compañero, mire cómo estoy», le suplicó, empapado. «No se puede, créame que lo siento», le respondió el otro, sin abandonar la buena forma. «¡Pero si será solo hasta que escampe!», le reclamó, ya preso de irritación. «No se puede, no está permitido», repitió el otro, con la misma mesura. Mi amigo iba a replicarle con una frase gruesa cuando la lluvia disminuyó y, para evitar decirle al otro cuatro verdades, resolvió continuar su camino.

Como habrán advertido, el custodio no maltrató de hecho o de palabra a mi entripado vecino. Según sus códigos, actuó con apego al reglamento. Pero estropeó una buena ocasión para demostrar que los cubanos podemos ayudarnos unos a los otros sin lesionar la esencia de las leyes. Con su absurda y terca negativa permitió que quedara un mal recuerdo.

Es solo un botón de muestra, porque todos los días se dan situaciones parecidas en los más variopintos sectores. Las protagonizan, por lo común, personas insensibles con los avatares del prójimo. «No se puede… No está permitido… El reglamento lo prohíbe…», reiteran cual disco rayado ante contextos excepcionales. Y así se sienten realizadas.

Los cubanos vivimos tiempos atípicos y difíciles. Nunca como ahora necesitamos tanto de la confraternidad y la comprensión. Una frase cariñosa, una explicación gentil, una mano extendida son, en muchas ocasiones, el antídoto contra esos males de los que, por cierto, pocos estamos excluidos. Se puede maltratar al prójimo sin incurrir en el escamoteo ni en el insulto. ¡Es cuestión de sutilezas!

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