Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

No, gracias. Busco la competencia

Autor:

Liudmila Peña Herrera

De la cafetería nace un aroma dulce, «avainillado», como si dentro cocinaran tentaciones. Paso de largo sin olfatear demasiado, pero en realidad estoy engañando a los instintos. Al retorno ya no resisto caminar por la otra senda y cruzo.

«La noche está linda para regalarle al cuerpo un gustazo» —pienso y me dirijo a la cafetería adornada con lucecitas navideñas. Hay una cola de tres personas: un hombre maduro a quien el vendedor saluda como El Músico, una rubia que solo quiere una cerveza y él, un tipo simple, también de mediana edad, que ocupa casi toda la entrada y no me deja preguntar los precios.

Por mucho que intento mirar por encima de su hombro, por debajo de su axila derecha, él no se aparta ni un tin para que yo pueda, al menos, acabar de ver la tablilla donde, por cierto, no están los precios. Más bien, masculla algo entre dientes sobre mí, pero yo prefiero ignorarlo. La noche está muy linda para amargarse la vida. En fin, espero.

El hombre pide un pan y un dulce. Se los come ahí mismo, justo en el medio de la puerta, entre la reja y la entrada de la cafetería. Mientras, yo espero. Pregunto por los precios, pero el vendedor también me ignora. Pudiera haber desistido, pero lo que «entra por los ojos»… ya saben. Por fin el hombre pide la cuenta y ya estoy pensando por cuál de las tentaciones me voy a decidir cuando comienza el conflicto:

—El pan es a 25. Anjá. ¿Y el dulce? —pregunta el comprador, todo confundido.

—El pan es a 25 y el dulce también —dice tranquilamente el vendedor, de quien luego supe que es también el dueño del negocio.

—¡Este dulce es a 25 pesos! Pero cómo va a ser, si esto lo más que cuesta son diez pesos! —protesta el hombre, sin poder contener el disgusto, y con el dulce aún bajando por su laringe pero sin posibilidad de devolverlo.

—Lo siento, mi hermano. ¿No has visto por ahí cómo están los precios?

Pensé que ahí mismo se iba «a armar», aunque siempre el vendedor llevaba las de ganar no solo porque estaba del otro lado de la reja, sino porque ya tenía a su favor el billete de 50 pesos que sostenía seguro en su mano derecha. El tipo calculó, se tragó su disgusto y dio la media vuelta. Yo me aparté, como es lógico, con no poca compasión, por cierto.

Ya el otro se marchaba, hablando y protestando a solas, no sé si riñendo consigo mismo o con la madre del vendedor. Y yo, de pie frente a la reja, me quedé pensando en el precio de un dulce hoy y la «supervaloración» que podrá tener a partir del 1ro. de enero.

Por cierto, dos cosas me enseñó mi padre desde niña: siempre hay que preguntar el precio antes de solicitar un producto o servicio y siempre está la posibilidad de rechazar la oferta, porque para eso es la competencia. ¿Habrá competencia como parte del ordenamiento o todos seguirán «pactando» los mismos precios? Esta es La Habana dulcísima en una noche de 2020.

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