Rayando las nueve de la mañana de ayer (hora de Cuba), 13 892 personas habían muerto en el mundo víctimas de la influenza A (H1N1). Son cifras oficiales. Solo cifras oficiales. De seguro hay más. Muchísimas más. En apenas cinco días —entre este reporte y el anterior—, se notificaron 417 nuevos fallecidos; o sea, casi 84 cadáveres por día.
¿Podremos hacer el Hombre nuevo? Entre amigos, hace algunas semanas, la interrogante suscitó una conversación que todavía recuerdo. Cuando pude abrirme camino en medio de la pasión y honestidad del grupo, confesé que para mí ese paradigma no es meta ni destino consumado, sino ruta larga, difícil, preñada de angustias, en cuyo recorrido cada persona batalla —no pocas veces contra sus propios abismos y demonios— para habitar el espacio de la virtud.
No necesita ella una oda en este enero, 30 años después de haber partido a la sobrevida. Pero las criaturas que curan los almendros y descongelan los pantanos siempre saltan a la luz llenas de alabanzas y epítetos.
La dignidad nos ha salvado siempre. Desde los tiempos de la manigua redentora cuando cristalizaba la nación acrisolada hasta los días del presente de resistencia y construcción denodadas. Con ese escudo protector e invencible hemos podido enfrentar durante décadas a «esa fuerza más» avizorada por Martí, el gran forjador de nuestra conciencia patria, sin ponernos de hinojos ni flaquear ante acechanzas de toda suerte provenientes del «revuelto y brutal», el oro corruptor, carencias dramáticas y las anacrónicas nostalgias coloniales injerencistas para disolver el haz de la soberanía y retornar a la servidumbre.
Así, como el título, resuena el estribillo de un pegajoso chachachá de la orquesta Aragón. Cualquier cubano sabe cómo sigue: «Y paga lo que debes». Tal vez por aquello de «las cuentas claras y el chocolate espeso».
«EL sistema funcionó», declaró a la prensa la secretaria de Homeland Security, Janet Napolitano, inmediatamente después de que fuera abortado el intento de hacer estallar, en pleno vuelo, el avión que se dirigía a la ciudad de Detroit el 25 de diciembre pasado.
LUEGO de estar un año calentando el sillón presidencial, Barack Obama tampoco ha cambiado un ápice la proyección de Washington hacia África. Esa papa sigue tan caliente como se la dejó Bush. Sin embargo, con su carisma, un discurso muy edulcorado —totalmente distinto al del extremista que le precedió— y explotando su ascendencia africana, despertó expectativas y esperanzas que hoy se diluyen poco a poco con el mantenimiento de la misma línea, aunque las palabras suenen distintas.
Quienes nacieron hace nueve años en Afganistán no conocen otra cosa que la guerra. Casi la primera década de sus vidas, una de las etapas más vulnerables por la dependencia de los mayores para la subsistencia, ha transcurrido irremediablemente mediada por la inseguridad. No se trata solo de bombas, aunque también explotan a la orilla de los más insospechados caminos, sino de que los más pequeños son las principales víctimas.
«Abuso de poder» y «expatriación ilegal»: esos son los cargos que la muy cuestionada —por golpista— Fiscalía hondureña, pretende «levantar» contra la alta jerarquía militar.
Un lector ha puesto a mi nota del pasado Coloquiando —El rigor, ahora— un reparo que merece analizarse. Para ello, digo de paso, sirve el intercambio entre periodista y lector. Suele uno mejorar, profundizar a estímulo del diálogo. Y reconozco que tiene razón: el cincel y el martillo no son instrumentos válidos… porque válido no es resolver a golpes los problemas de Cuba.