Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La puerta de papel

Los cuentos que presentamos hoy a los lectores de El Tintero pertenecen a la colección La puerta de papel, una coedición de las ediciones territoriales con Letras Cubanas. Sus autores son escritores destacados de diferentes provincias del país (en este caso Sancti Spíritus y Holguín); y uno de ellos, Emerio Medina, acaba de obtener el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar correspondiente a 2009

Autor:

Yanetsy Pino Reina

De El libro de las ausencias

por Yanetsy Pino Reina

El hombre no es hijo de las circunstancias.

Las circunstancias son hijas de los hombres.

Benjamín Disraelí

Una lengua yacía en el suelo: cansada de estar inmóvil durante su estancia en la cárcel, había determinado suicidarse. Su dueño, al verla, se inclinó, la recogió, e intentó pegarla de nuevo a su boca; pero no pudo. Trató de unirla tantas veces como sustancias con propiedades adhesivas encontró. Después de muchos intentos, se molestó y para vengarse —¿de ella o de él mismo?—, la enterró a duras penas bajo el piso de su celda.

Ya en el juicio decidió no hacer un solo gesto que denunciara su estado. Luego de deliberar, el juez pronunció la sentencia:

—El jurado ha decidido que la vida de este reo dependerá de su respuesta a una única interrogante. Acusado, póngase de pie y conteste: ¿Por qué tanta paz si puede estar a punto de morir?

El hombre sonrió, y miró al cielo. Luego determinó no contestar.

II

Un hombre culpado de asesinato era inocente, y moría de miedo en su celda por no saber qué decir, o cuál sería su final. Al poco tiempo de estar en prisión, decidió asesinar su lengua. La mató con placer, porque no se vería obligado a declarar que era inocente en medio de tanta evidencia. El silencio apagaría sus temores definitivamente. Mató su lengua y al verla muerta, se inclinó, la recogió, y la enterró a duras penas bajo el piso de su celda. Nunca más habló y en efecto, el silencio le ayudó a mitigar su miedo. Tiempo después vino el juicio. Allí renunció a su declaración y se negó a emitir criterio alguno. No hizo un solo gesto que denunciara su estado. Después de deliberar el jurado, el juez declaró:

—El jurado ha encontrado a este reo INOCENTE de los cargos de asesinato. Sin embargo, también ha decidido que la libertad depende de su respuesta a una única interrogante. Acusado, póngase de pie y conteste: ¿Por qué no ha dado testimonio de los hechos?

El hombre sonrió, y miró al cielo. Luego determinó no contestar.

III

Un hombre asesinó a su lengua. La mató, porque al fin, ya nunca más pagaría con sangre sus errores. A partir de entonces vivió feliz el resto de sus días, hasta que su salud se quebrantó por una enfermedad grave y, como siempre sucede, deseó la vida con todas sus fuerzas. En uno de los momentos que tanto le pedía a Dios por su curación, este se le apareció y le dijo:

—Si solo me dices una palabra, te sanaré. Será la señal de tu entrega a mí.

El hombre pensó que era la más mortal y cruel de todas las pruebas. No puedes hacerme esto, Señor, sabes que no puedo hablar aunque sea lo que quisiera, porque le he dado muerte a mi lengua para vivir feliz por siempre y curar todas mis deudas. Si al menos pudieras leer mis pensamientos…

—Ay, hijo mío, no comprendes el secreto de la felicidad: lo importante no es matar la lengua, sino dominarla.

La certeza

por Emerio Medina

De Rendez–vous nocturno para espacios abiertos

Empezó a sentirse aburrido, y, para entretenerse, solo para entretenerse, decidió ponerles nombres a las cosas. A los límites del espacio en que podía moverse los llamó paredes. La palabra le pareció dura y blanda a la vez. Podía golpear y sentir su tibio contacto, y se sintió muy bien por haberles dado un nombre. Por eso buscó nombres para las cosas que conocía, que ya eran muchas. Se llamó a sí cuerpo, porque tenía deseos de ser algo, y cuerpo le parecía bien. A la parte superior la llamó cabeza, porque tenía una forma redondeada y sobria, y la palabra se ajustaba. A las cosas que nacían del cuerpo las llamó piernas y brazos. Se parecían, pero no eran exactamente iguales, así podía pensar en ellas sin confundirse. Bastaba pensar la palabra piernas y las cosas de abajo se movían, y cuando pensaba la palabra brazos las cosas de arriba hacían lo que él quisiera. Como no tenía muchos nombres de reserva, llamó dedos a las terminaciones de los pies y las manos. Para las cosas menos importantes buscó nombres sencillos y bien diferenciados, y fue llamando ojos, oídos, nariz y boca a las formaciones pequeñas que tenía en la cabeza. No tenía un nombre para lo que tenía entre las piernas, y se puso a pensar en ello, pero, al hacerlo, sintió un placer oculto, y se asustó. Por eso lo llamó sexo, para no tener que pensar en el placer, ni en el susto. Entonces se sintió feliz, porque ya tenía completo su inventario, y cada cosa tenía un nombre. Pero duró poco la felicidad, empezaron a preocuparlo las cosas que sentía, y las posiciones que ocupaba en el espacio, y el ambiente que rodeaba su existencia. Hizo un esfuerzo último, y las palabras hambre, sueño, cansancio, arriba, abajo, oscuridad, fueron saliendo solas. Y buscó nombres también para las cosas que percibía. Una llegaba en la forma de un sonido lejano y agradable. Por eso la nombró voz, porque le pareció una palabra suave y lejana, tibia y agradable. La otra cosa no supo definirla bien, por eso no encontró el nombre apropiado. Era suave también, y agradable, pero no tenía forma de imaginarla. Era apenas una certeza. La evidencia se fue tornando cada vez más fuerte, por eso le fue imposible seguir viviendo en el espacio que las paredes le brindaban, y aborreció la oscuridad. Tenía que buscar aquello. Tenía que encontrarlo. Decidió acumular energías, fortalecer las piernas y los brazos. Y le pasó algo con los ojos. Descubrió que, en ellos, la certeza de lo que buscaba era más fuerte que en cualquier otra parte de su cuerpo. Por eso preparó los ojos para la búsqueda. Y en un momento, cuando ya se sintió fuerte y valiente, decidió partir. No fue un camino fácil. Tuvo que andar por túneles estrechos, pasadizos que prefirió olvidar enseguida. Sintió el contacto de algo parecido a sus manos pero más grandes, mucho más. Quiso volverse atrás, pero la certeza de los ojos lo retuvo. La sintió más fuerte que nunca. Más fuerte. Abrió los ojos de golpe, y vio lo que buscaba. No supo qué nombre darle, no conocía nada parecido. Era tibio y agradable, limpio y rápido, por eso lo llamó luz, porque le pareció así la palabra, tibia y cierta, limpia y rápida, justo como aquello que había descubierto con los ojos.

 

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