Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los barcos terminados

Los cuentos que presentamos hoy a los lectores pertenecen al libro Los barcos terminados, presentado en la Feria del Libro de La Habana 2016 y publicado por Ediciones Unión

Autor:

Emerio Medina

Emerio Medina Peña (Mayarí, 1966). Ingeniero mecánico y narrador. Ha recibido varios premios literarios entre los que destacan el Iberoamericano Julio Cortázar y el Casa de las Américas. A ellos se une el Alejo Carpentier de cuento 2015 por La línea a la mitad del vaso. Entre sus libros de cuentos se destacan El puente y el templo, Café bajo sombrillas junto al Sena, La bota sobre el toro muerto y Los barcos terminados.

Ella se vestía de bruja

Ella entró y dijo soy una bruja te voy a comer. Él se quedó mirándola protegiéndola cuidándola porque sabía que el diablo o el demonio había venido con ella. Por las persianas los había visto llegar juntos. Estaba allí cuando el diablo o el demonio le mordía el cuello y los labios. Sintió el dolor y la rabia por dentro.

Se quedó mirándola porque sabía que el diablo la esperaba en la calle. Ella repitió soy la bruja, y él sintió deseos de salvarla otra vez. Tuvo ganas de sacarle del cuerpo al diablo o al demonio, y matarlo con la espada, y encerrarlo en una gruta para siempre. Le golpeó las costillas y los muslos con los puños duros suaves, y ella se reía. Le apretó el cuello para que el diablo o el demonio saliera de una vez y los dejara solos, como antes.

Porque allá, en el borde del abismo, él la salvaba siempre. En el último momento la salvaba del pirata o del ogro. La salvaba en el castillo cuando ella era una princesa y agitaba el pañuelo en la ventana para que él llegara corriendo en el caballo y matara al malo o al dragón. Y a veces él era un médico bueno de botiquín o caja de zapatos que esperaba al otro lado del teléfono cuando ella tenía fiebres o catarro.

Pero ella se vestía de bruja cuando estaban solos en la casa. Se ponía el vestido negro y los zapatos de la madre y volaba sobre una escoba en la sala en el comedor en el cuarto y le decía soy una bruja te voy a comer, y él tenía que correr tras ella y atraparla y tirarla en la cama y golpearle las costillas y los muslos con los puños suaves duros de salvador o caballero y apretarle el cuello suave duro para que el diablo o el demonio se alejara y ella volviera a ser la princesa en la ventana.

Y ella se reía como se había reído siempre. Como se rió el día que dijo me voy a vivir a otro castillo y se fue con el diablo o el demonio que la esperaba en la calle. Como se había reído ahora cuando él le apretó el cuello duro suave porque ella no andaba vestida con la ropa negra de la madre pero dijo soy una bruja te voy a comer y él pensó que debía salvarla cuidarla protegerla otra vez del demonio o el diablo. Le golpeó las costillas y los muslos con los puños que ya no eran como antes, pero suaves también, y cuando ella dijo me voy me están esperando le apretó el cuello duro suave para que no se fuera con el diablo o el demonio y se quedaran juntos, como antes.

Le apretó el cuello suave duro y la vio retorcerse y mirarlo cuando estaban en la cama y ella estaba de costado y tenía los ojos abiertos. Le golpeó otra vez las costillas y los muslos para que el diablo o el demonio se fuera y los dejara solos. Le golpeó duro fuerte la cara porque ella lo miraba y no quería seguir el juego.

Pero ella seguía de costado en la cama. Seguía mirándolo. Solo mirándolo.

La frazada

El viejo regresó cansado del trabajo. Se detuvo en el jardín y lanzó un escupitajo sobre los rosales. Después los ojos subieron hasta los naranjos y se detuvieron allá, entre las ramas, junto a las frutas raquíticas que se esforzaban en atrapar la última luz de la tarde. Al viejo le parecieron demasiado pequeñas, escasas y pequeñas, inútiles, como diminutos mundos muertos que respondieran con un brillo cansado a la avidez de la mirada. El viejo suspiró con fastidio, escupió otra vez sobre los rosales desnudos y entró en la casa.

La vieja lo había visto venir. Estaba de pie junto al hueco de la ventana y miraba al jardín. Sobre la mesa ya había dispuesto la sopa caliente, el pedazo de pan y la ensalada.

—Poca comida hoy —dijo el viejo.

—Poca, sí —dijo la vieja en un susurro que podía ser tomado por disculpa, o por súplica—. Es que tenemos visita.

—Quién —rugió el viejo.

—Son esos dos niños que llegaron por la tarde. Verás...

—Qué niños.

Llegaron cansados. De viaje, creo. Hambrientos. Me pidieron pasar la noche aquí. Y, como tenemos ese cuarto libre...

—Claro —dijo el viejo—. Les diste mi casa y les diste mi comida.

—Qué otra cosa podía hacer. Son tan dulces...

—Y no pensaste en mí, verdad. No pensaste en mí.

—Lo hice —dijo la vieja—. Claro que lo hice. Pero..., es mejor que los veas tú mismo. Ven...

—No quiero ver a nadie —dijo el viejo con aspereza—. Que se vayan temprano. Si se quedan mucho tiempo van a destrozar el jardín, mis naranjos y tus rosales. Yo sé muy bien de lo que son capaces esos monstruos.

—Se irán —dijo la vieja—. Se irán bien temprano.

Después de la comida el viejo salió a fumar al jardín. Se entretuvo mirando las naranjas hasta que se hizo de noche. Oyó reír a alguien dentro de la casa, maldijo el aire frío que soplaba desde los montes, y entró.

La vieja ya tenía la cama lista. El colchón guardaba dos huellas perfectamente discernibles donde los cuerpos encajaban a la medida exacta. Se acostaron en silencio, cada cuerpo en su huella, cada quien por su cuenta dentro del tibio mundo que la frazada proveía.

—Hace frío hoy —dijo la vieja.

—Hace frío, sí —dijo el viejo revolviéndose en su parte de la cama—. Hace más frío que nunca.

—Y tenemos una sola frazada —se atrevió a decir la vieja.

—Una sola, sí —rugió el viejo.

—Y esos niños allá. Se morirán de frío.

El viejo se revolvió otra vez. Blasfemó y maldijo y culpó a la vieja por la noche tan fría, por las naranjas que no habían crecido lo suficiente y por los estúpidos chiquillos que amenazaban con dejarlos sin cobija.

—Les diste mi casa y les diste mi comida. Ahora querrás darles mi frazada también.

—Pero si son unos angelitos —se justificó la vieja—. Imagínate lo difícil que resulta para esos cuerpecitos.

El viejo se rindió.

—Está bien. Dásela. Pero después no me digas que tienes frío.

Por primera vez en mucho tiempo durmieron sin frazada, y durante una hora permanecieron inmóviles. Pero el aire frío que soplaba desde los montes obligó a los cuerpos a acercarse. Las manos buscaron el contacto de la piel. Los pies se entrecruzaron, indecisos, perdida la costumbre de la aproximación. Y la cama protestó con un chirrido por el peso concentrado en una sola huella.

El amanecer los encontró cansados. Por primera vez en muchos años el viejo no fue a trabajar. Los despertó el golpe seco de la puerta, pero se quedaron acostados hasta que el ruidoso tropel en el jardín los obligó a levantarse. El viejo fue el primero en llegar a la ventana. El fuerte olor de las rosas abiertas lo impactó en el rostro. Los ojos subieron hasta las ramas de los naranjos, que se doblaban por el peso de las frutas maduras, extrañamente grandes, que al viejo le parecieron enormes soles brillando en la mañana. Pero los ojos subieron más arriba, hasta el azul, hasta los dos extraños seres que aleteaban rumbo al cielo. El viejo quedó sin hablar. El rostro fue cambiando de color hasta la palidez extrema. La vieja, en cambio, sonreía.

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