Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Gestos y dichos presidenciales (1)

Autor:

Ciro Bianchi Ross

De la tacañería de Tomás Estrada Palma, nuestro primer presidente, ha hablado el escribidor no pocas veces. Fue tanta que ha llegado de decirse que cuando en su casa ponían huevos a la mesa, solo se comían las claras porque ya habían vendido las yemas al vecino. Esto, desde luego, no pasa de ser una exageración, pero vale recordar que, siendo presidente, Estrada Palma solo tenía tres trajes y no era raro ver a su esposa, Genoveva Guardiola, hija de un presidente de Honduras, zurcir los calcetines del marido sentada en una comadrita en un balcón de Palacio. Como gobernante, hizo célebre su lema de «más maestros que soldados».

Si bien es cierto que el manejo que hizo del tesoro de la nación fue intachable, no es menos cierto que su visión política era limitada y carente de la perspectiva, la energía y el valor que exigían la organización de un país devastado por la guerra. El primer presupuesto que aprobó su gobierno fue el más bajo desde mediados del siglo XIX, aunque las arcas se llenaban con el dinero de los contribuyentes. Cuando en 1906 pidió la intervención norteamericana, las reservas ascendían a 24 817 148 pesos con 76 centavos, suma aladinesca que el interventor Mr. Magoon dilapidó. En 1909, al asumir el gobierno, el mayor general José Miguel Gómez solo encontró en las arcas millón y medio de pesos en capital líquido y otro millón en deudas por cobrar.

La anécdota que sigue, relativa a los buzones de correo, la contó Carlos Márquez Sterling en su biografía del mandatario. Quiso Miguel Coyula, director de Comunicaciones del gobierno, preservar los buzones con una manito de pintura. Como no disponía de dinero necesario, le hizo el disparo a don Tomás y al Presidente le pareció excesiva la suma que le solicitaba. Insistió Coyula y don Tomás convino en que lo de la pintura era posible, pero más adelante. Volvió Coyula a la carga: mientras más demoraran, más dinero se haría necesario emplear en el mantenimiento de los buzones. El Presidente dio al fin su brazo a torcer. Dijo:

—Bien, hijito, te daré el dinero para la pintura y las brochas, pero no esperes un centavo para la mano de obra… Procederás así: le entregas a cada cartero su latica de pintura y su brochita, y cuando el cartero se tope en la calle con un buzón, saca su latica, toma su brochita y ¡fuiqui!¡fuiqui! lo pinta.

El banquete de la victoria

Se aproximaban las elecciones generales de 1908 y el tique del Partido Liberal volvían a conformarlo el mayor general José Miguel Gómez, como presidente, y el licenciado Alfredo Zayas, vice. Tenía este la esperanza de que en aquellos comicios se le postularía para la primera magistratura y cuando supo que no sería así, exigió que lo postularan para vicepresidente. No se conformó con eso y exigió para los suyos las mejores carteras en el proyectado gabinete y no pocas actas senatoriales y de diputados. Ambas facciones designaron a sus comisionados respectivos para que en la mesa de negociaciones llegaran a acuerdos acerca de los cargos que corresponderían a una parte y a la otra.

Los comisionados miguelistas se quejaron a su jefe. —General, es imposible. Lo quieren todo.

Preguntó entonces José Miguel si también querían la presidencia. No, eso, no, respondieron los comisionados, y entonces José Miguel, con su guachinanguería habitual, dijo: Pues no se preocupen. Menos la presidencia, concédanles todo lo que pidan. Zayas logró uno a uno sus objetivos y las diferencias se ahondaron entre los dos políticos.

Los liberales resultaron triunfadores en las elecciones. Para celebrarlo, miguelistas y zayitas organizaron, en el Hotel Inglaterra, de La Habana, el llamado banquete de la victoria. Tras el café, se repartieron entre los comensales aromosos habanos que llevaban indistintamente en sus anillas la efigie del Presidente electo o de su Vice. José Miguel tomó uno con la imagen de su compañero de boleta y mientras pegaba un fósforo a la breva, exclamó, con la vista fija en su Vicepresidente: «A Zayas yo le doy candela». Zayas no fumaba. Aun así, tomó uno de los tabacos que lucía la efigie del Presidente y dijo: «A José Miguel yo me lo meto en un bolsillo». Y, en efecto, lo escondió en su chaqueta.

La memoria de menocal

La captura de José Miguel, su ayudantía y toda la escolta pone fin a la llamada revolución de La Chambelona. Lo traen en tren a La Habana y la camarilla áulica que rodea al presidente Mario García Menocal no solo quiere meterlo preso, sino humillarlo. Para ello planean hacer que el detenido camine por todo el Paseo del Prado hasta el mar y de allí, otra vez por el Paseo, hasta Neptuno, donde lo esperaría la jaula para conducirlo a la cárcel del Castillo del Príncipe.

Muy contentos fueron los miembros de la camarilla a contarle a Menocal lo que habían ideado. Menocal los escuchó, sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un pequeño lienzo y se puso a limpiar sus gafas. Habló sin mirarlos.

—Ustedes olvidan que ese hombre que viene preso es un Mayor General del Ejército Libertador. Ustedes olvidan que ese hombre que viene preso es un mambí que se cubrió de gloria en el combate. Ustedes olvidan que ese hombre que viene preso fue mi amigo. Ustedes olvidan que ese hombre que viene preso tiene su casa en el Paseo del Prado y yo no puedo permitir, bajo ningún concepto, que su esposa, esa gran cubana que es Doña América, presencie un espectáculo como ese…

Cuando Menocal dejó de limpiar sus gafas y levantó la vista, solo lo acompañaba su secretario privado. Los miembros de la camarilla áulica, uno a uno, habían ido escurriéndose del despacho presidencial.

Y como duele eso

En los comicios generales del 1ro. de noviembre de 1916, el mayor general Mario García Menocal y Deop, a la sazón presidente de la República, volvió a aspirar a ese cargo a fin de mantenerse durante otros cuatro años en el poder, y sufrió una humillante derrota frente al licenciado Alfredo Zayas y Alfonso, candidato liberal. «Los liberales no ganaron más provincias porque no las hay», reconoció el secretario (ministro) de Gobernación, y su declaración provocó consternación en el Palacio Presidencial y entre las huestes conservadoras. Se dice que Menocal estuvo a punto de reconocer gallardamente su derrota. El Tribunal Supremo, lejos de validar el fraude, reconoció el triunfo de la oposición, aunque la condicionó a la celebración de elecciones complementarias en algunas zonas de la provincia de Oriente y Las Villas. Poco podían esperar los liberales de aquellos comicios y, acaudillados por José Miguel, decidieron alzarse en armas contra el gobierno en la ya citada revolución de La Chambelona. Fracasaron y Menocal se mantuvo en el poder. Zayas había sido víctima de una brava colosal.

Transcurrieron cuatro años. En 1921, Zayas, al frente del Partido Popular, organización de bolsillo derivada del liberalismo, alcanzó el poder con el apoyo de su viejo enemigo, el general Menocal. A cambio, Zayas se comprometía a apoyar a Menocal en las elecciones de 1924, solo que el Chino, como le llamaban, se viró con fichas y apoyó a Gerardo Machado por los cinco millones de pesos que, garantizados por Laureano Falla Gutiérrez, el hombre más rico de la Cuba de entonces, recibiría a través de la Renta Nacional de Lotería.

Colérico, dolido, Menocal visitó a Zayas y le echó en cara la brava de que fue víctima. Y Zayas, recordando el bravazo de 1916, se limitó a comentar: Y como duele eso.

Zayas regaló a Machado una pluma estilográfica de oro. Machado obsequió a Zayas un vaso sostenido por cuatro gatos. El partido de Zayas era tan minoritario que le endilgaron el mote de partido de los cuatro gatos. 

Como un vulgar ratero

Después de breves estancias en Bahamas y Canadá, entra el exdictador Gerardo Machado en Estados Unidos, donde encontraban refugio muchos de sus seguidores. El Gobierno cubano solicitó la extradición de todos ellos y aunque Washington en definitiva no los devolvió, pareció en un primer momento que daría una respuesta favorable al pedido y dispuso la tramitación de los expedientes de extradición de Machado y del exgeneral Alberto Herrera, jefe del Ejército desde 1922 a 1933, que lo sustituyó en la presidencia.

Un grupo de policías apareció en la casa de Machado en Nueva York para llevarlo detenido. Pero el exdictador después de recibirlos y asegurarles que la persona que buscaban no estaba en casa, se les escurrió delante de las narices, como un vulgar ratero. No paró hasta el puerto. Allí alquiló un barquito que lo condujo a la República Dominicana, al amparo de Trujillo.

Orestes Ferrara, que había sido su embajador en Washington y su secretario de Estado y tenía vinculaciones estrechas con grandes monopolios norteamericanos, como el de los teléfonos y el telégrafo, insistió en que Machado se presentara a juicio migratorio. En un rapto repentino de antiimperialismo, Ferrara quería aprovechar el proceso para denunciar la injerencia de EE. UU. en los asuntos internos de Cuba. Machado no accedió. Le dijo: «Yo no hablo inglés, no sé de leyes, no soy orador ni conozco bien estos asuntos internacionales». 

Luego de su estancia dominicana, y sin que nadie volviera a molestarlo, se instala de nuevo en la Florida. El gran capital norteamericano había respaldado su elección en 1925. Diría él mismo en sus memorias, con un desparpajo y un cinismo fuera de serie, que en aquella postulación frente al general Menocal, que aspiraba también al poder, «a mí se me miraba con indiferencia. Tentado estuve de renunciar a la lucha, más en el momento crítico la mano poderosa de Laureano Falla Gutiérrez vino en mi ayuda y Clemente Vázquez Bello distribuyó el dinero de manera definitiva para ganar unas elecciones en que el voto popular espontáneo nada decidió. Gané pues por dinero, y por dinero español, luego nada tengo que agradecerle a Cuba».

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