Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Teatro Campoamor

Autor:

Ciro Bianchi Ross

El escribidor no recuerda haber acudido nunca a una función en el teatro Campoamor, aunque quizá lo hiciera, pues tiene la vaga imagen de su sala en forma de herradura, sus barandas de bronce y sus adornos dorados.

Escenario de zarzuelas y operetas, por sus tablas desfilaron notables compañías musicales y artistas cubanos y extranjeros de mucho renombre, y se vieron por primera vez los tambores batá en un espectáculo público, y fue allí donde Juan Ramón Jiménez convocó a los poetas cubanos para conformar ese libro que es La poesía cubana en 1936.

En el «Campoamó», como ella le llamaba, Lola Flores interpretó, desde luego, La zarzamora y Pena, penita, pena, dos de sus grandes éxitos, e impulsada por los aplausos del público hizo gala de su  gracia andaluza y prosiguió  su presentación con una retahíla de chistes subiditos de tono que indignó a las damas de la Liga de la Decencia que la acusaron de inmoral; acusación que provocó que La Faraona, en medio de un enjambre de fotógrafos y periodistas, fuera conducida a la Tercera Estación de Policía, en la calle Dragones. En el juzgado de guardia  se le impuso una multa que abonó, con júbilo, el empresario de la artista consciente de lo que el incidente repercutiría en la taquilla del teatro. A partir de ahí, la gente hizo cola frente al Campoamor, no para oír cantar a la española, sino para escucharle sus cuentos de relajo.

Situado en la céntrica esquina habanera de Industria y San José, a un costado del Capitolio y detrás del edificio del Centro Gallego, hoy Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, el Campoamor, por su ubicación, ha sido siempre punto de referencia en el entramado de la ciudad. Frente se hallaba el hoy demolido hotel Regina, que dio albergue a Alfonso de Borbón, primogénito del rey Alfonso XIII, de España, y Príncipe de Asturias hasta su matrimonio con la cubana Edelmira San Pedro. Muy cerca del Palacio de Cristal, el mejor restaurante cubano de los años 40 y 50, especializado en cocina francesa, y del café donde, en una servilleta y como quien no quiere las cosas, Moisés Simons escribió El manisero, primer gran boom de la música cubana.

Un derrumbe parcial llevó a su clausura en 1965. Con los años tuvo el humillante destino de servir de parqueo a motos y bicicletas. Ya ni eso. Se deterioró a ojos vista hasta convertirse en una ruina y ahora, cuando se anuncia su restauración, lo único salvable del inmueble es acaso su fachada.

Distinción y confort

El edificio de este teatro fue construido por el binomio Santos y Artigas, productores de cine y empresarios del circo del mismo nombre, a un costo de 300 000 pesos. Tenía capacidad para 2 000 espectadores. Se llamó Teatro Capitolio, nombre que aún se advierte en lo alto de su fachada, y se inauguró el 20 de octubre de 1921. En esa fecha no había concluido todavía la construcción del Palacio de las Leyes.

Ocuparía el espacio del Teatro Diorama. En 1826, el pintor francés Juan Bautista Vermay, avecindado en La Habana, solicitó un terreno espacioso para construir un Diorama o una especie de galería para la exhibición de obras de artes plásticas.  Le otorgaron la esquina de Industria y San José y llevaba ya adelante su proyecto cuando alguien lo convenció de que lo convirtiera en una sala de teatro, idea a la que se opusieron los empresarios del Teatro Principal y del coliseo de la calle Cienfuegos. El nuevo teatro llevó el nombre de Diorama. Fue inaugurado en 1829 y mejorado en 1834. Fue demolido en 1846 luego de los serios daños que le ocasionara el ciclón de 1844.

En 1871, el vasco José Albisu inauguró en la esquina de Zulueta y San Rafael un teatro al que dio su apellido y que sería la meca de la zarzuela española en La Habana. Proyectaba ese tipo de espectáculo musical durante todo el año, menos en los días de la Semana Santa. Fue asimismo uno de los templos del integrismo español, donde se celebró a toda fanfarria la llegada de Valeriano Weyler y la muerte de Maceo, lo que lo hizo entrar en crisis al nacer la República. Ese edificio fue destruido por un incendio en enero de 1918 y en el espacio que ocupó se edificó el teatro Campoamor, llamado así en homenaje a Ramón María de las Mercedes Pérez de Campoamor y Campo Osorio, poeta español hoy olvidado, pero que gozó en su tiempo de gran estima y popularidad y que falleció en 1901. En la manzana donde estuvo enclavado, enmarcada por las calles Zulueta, Monserrate, San Rafael y San José, adquirida en su totalidad por la colonia asturiana asentada en La Habana, se construyó el Centro Asturiano, inaugurado en 1927. Se trata del inmueble que ocupan hoy las salas de arte universal del Museo Nacional de Bellas Artes.

Fue por entonces que los empresarios del Campoamor adquirieron o arrendaron el edificio del teatro Capitolio, un teatro tipo vienés, de herradura, de bella arquitectura, donde, ya con su nuevo nombre,  se presentarían espectáculos de alto valor artístico en un ambiente de distinción y confort y que devendría símbolo cultural de la ciudad en los años 30 y 40.

Curiosamente, hacia 1948, el cine Montecarlo, de Prado 565, empezaría a llamarse Capitolio. Y habría, en 1941, en Buenavista, Marianao, un cine Campoamor, que se llamaría después Alamac y finalizaría, ya en los 80, cuando fue clausurado, con el nombre de Sara.

El cantor de Jazz

Pronto hubo funciones cinematográficas en el Campoamor de Industria y San José. Una de ellas, memorable, con la exhibición de la película titulada The Jazz Singer El cantor de jazz— dirigida por Alan Crosland con Al Jolson en el papel principal. Suceso de envergadura cultural pues, producida por la Warner Brothers, es el primer largometraje comercial con sonido sincronizado.

Considerada en 1996 por especialistas de la Biblioteca del Congreso de Washington, como una obra cultural, histórica y estéticamente significativa, se exhibió en Estados Unidos el 6 de octubre de 1927. Cuatro meses después, el 15 de febrero de 1928, se pasaba en el Campoamor. Para hacerlo posible se impuso instalar el sistema de audio Vitaphone —grabación de sonido sobre un disco—, el mismo que se había instalado con igual fin en salas cinematográficas de Nueva York, Chicago y California.

El Campoamor fue una sala de estrenos, aseguran especialistas. En ese teatro se vieron por primera vez en Cuba películas muy taquilleras de la cinematografía internacional, y muchas cintas cubanas, como las del director Ramón Peón. Detalle importante. Fue allí donde por primera vez apareció en el país la figura de la acomodadora, que a partir de ahí se haría habitual en salas de cine y teatro.

Por su escenario desfilaron Imperio Argentina y Libertad Lamarque. También Rosa Fornés y Blanquita Amaro. Antonio Palacios, Miguel de Grandy y Armando Pico, los muy populares Alicia Rico, Candita Quintana, el chino Wong y «el viejito» Bringuier. Las recitadoras Eusebia Cosme y Bertha Singerman. Allí hizo Rita Montaner una interpretación magistral de El zunzún, de Ernesto Lecuona, recuerda Miguel Barnet. Actuaron también, entre otros muchos, Esther Borja, Bola de Nieve, Ernesto y Ernestina Lecuona, la recitadora Pituka de Foronda, la pareja de baile de Julio Richards y Carmita Ortiz, la cantante Maruja González, el pianista y compositor Fernando Mulens, el animador Gaspar Pumarejo, la orquesta Havana Casino….

Al llamado de Juan Ramón Jiménez acudieron al Campoamor los poetas cubanos del momento —Ballagas, Florit, Lezama…—. En 1980 recordaba Cintio Vitier: «Los que asistimos a aquel recital,  podemos dar testimonio del fervoroso público que llenó aquella mañana de febrero de 1937 el teatro Campoamor, espectáculo insólito de ilusión y maravilla en la desangrada isla; y del ávido silencio, la contenida pasión, el delicado tacto con que aquel público siguió… el desfile de poetas y poemas  que ante él parecía componer otro poema secreto, mayor, fascinante: el de la oscura esperanza de todos en la belleza como profecía y umbral de la justicia».

Oro para La Faraona

Otro problema se suscitó con Lola Flores a la hora de pagarle. El empresario que la trajo a La Habana, en la víspera de su regreso a España, le entregó un cheque con sus honorarios y los de su guitarrista. La Faraona lo rechazó. «Eso es papel, exclamó. Yo quiero oro. Oro, ¿está claro?».  A esa hora, dos de la tarde, el empresario tuvo que mandar a su secretaria a que recorriese las joyerías de la zona y adquiriera pulseras, cadenas, medallas de oro por el equivalente al pago en dólares pactado con la artista.

Con su restauración, el teatro Campoamor volverá a la vida. Otro sueño de Eusebio Leal que se hará realidad.

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