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Nos casamos por amor

En Cuba ponemos énfasis en el amor como requisito previo para el matrimonio. En cambio, en otras naciones se concerta el matrimonio de los hijos en uniones que sirven para mantener el orden social y económico y crean un marco estable para la vida familiar

Autor:

Salvador Salazar*

Se llama matrimonio de conveniencia a un matrimonio de personas que no se convienen en absoluto.
Oscar Wilde

En Cuba ponemos énfasis en el amor como requisito previo para el matrimonio. La sociedad nos inculca la idea de que el amor «lo puede todo» —al menos eso suelen enseñar las telenovelas— y nos invita a vivir la vida desde ese postulado.

En cambio en la India, China, Japón y numerosas naciones árabes y africanas, la costumbre más extendida es la de concertar el matrimonio de los hijos en uniones que muchas veces sirven para mantener el orden social y económico y también para crear un marco estable para la vida familiar.

Algo similar ocurría en nuestro país años atrás. Nadie esperaba que dos personas iniciaran su vida en común estando enamorados. Se creía que mediante la lealtad, el afecto, la responsabilidad y el deber contraído, con el paso del tiempo surgirían, si no el amor, al menos el cariño y la comprensión.

Y a veces era cierto, pero hoy se considera que solo es válido iniciar una relación cuando hay amor, y muchas parejas siguen pretendiendo que ese amor sea para siempre.
En la práctica, la media de duración de las relaciones de pareja es actualmente de cuatro a cinco años, las tasas de divorcios y separaciones son muy altas, y como la vida sexual activa suele durar alrededor de 50 años, no debe asombrarnos si alguien llega a tener entre ocho y diez relaciones formales de pareja.

Por interés

Antes los matrimonios duraban muchos años, pero ello se debía a una serie de razones que parecen no existir en la sociedad cubana actual. Al iniciarse el siglo XX no existía el divorcio, y luego hasta los años 30 solo se aplicaba por la voluntad y el consentimiento de ambas partes, cosa que ocurre muy pocas veces.

Otra razón era la dependencia económica: la mayoría de las mujeres no accedía al trabajo fuera del hogar y dependía del esposo para sobrevivir. También los criterios religiosos tenían mucho peso, pues la Iglesia no admitía —ni admite— la separación, salvo en casos muy excepcionales.

Sobre los hijos se afirmaba que el divorcio podía crearles traumas insalvables. Hoy sabemos que una unión mantenida por deber crea al menos un ambiente de tensión y violencia reprimida, cuando no ocurren discusiones a diario, lo cual es mucho peor que una separación armoniosa y tranquila con el objetivo de comenzar una nueva etapa en sus vidas y buscar una felicidad que a su vez se irradie hacia la familia.

Otras razones, si bien no impedían la separación, al menos la limitaban. La mujer divorciada era mal vista, pues se consideraba «presa de los apetitos carnales de los hombres». Incluso existía un popular programa de radio, Divorciadas, escuchar las desventuras de sus protagonistas ponía los pelos de punta a la mujer que en algún momento pensara hacerlo.

Tampoco faltaba el consejo materno o el saber popular: «Los hombres son así»… «Piensa en tus hijos»… «Verás que con el tiempo las cosas van mejorando»… «Si supieras lo que yo pasé con tu padre y ya ves, seguimos juntos…».

Soy feliz si eres feliz

En la actualidad, despojados de todas esas razones, solo quedan dos válidas para no separarnos: el amor y el sexo. Y al hablar de amor quizá la definición más simple sea la ofrecida en la novela Un forastero en tierra extraña, de Robert A. Heinlein. Dice su autor, en boca del personaje principal: «El amor es esa disposición de ánimo en que la dicha de otro ser resulta esencial para la propia felicidad».

Realmente en cualquier amor, el afecto y el interés por la persona amada es un componente esencial. Si no está presente el cariño, lo que parece amor puede no ser más que deseo. En muchos casos, el afán por tener sexo, o por obtener riquezas, poder o prestigio social puede hacer que una persona finja querer a otra para conseguir sus objetivos.

Como el deseo sexual y el amor pueden ser apasionados y venir juntos es difícil distinguirlos en función de la intensidad con que se sienten. Quizá el rasgo que los diferencie sea la solidez que se esconde detrás del sentimiento. El deseo sexual suele ser más restringido y se desvanece más rápidamente, en cambio el amor es una emoción más compleja y constante.

El deseo de conocer sexualmente a una persona se configura únicamente por el camino de la atracción física y la sensualidad, no por la vía espiritual. El amor puede o no incluir el ansia apasionada de consumar la relación, pero el respeto por la persona querida es una condición o presupuesto de primer orden.

Sin respeto y afecto, la atracción que sentimos no es realmente amor. De la misma forma en que la valoración de la identidad e integridad de la persona amada, son premisas indispensables.

Cuando dejamos de estar enamorados nos mostramos más reservados, menos comunicativos e interesados por la pareja. Nuestro interés por su felicidad ya no es primordial, deja de ser el centro de la cuestión para convertirse en algo de importancia relativa. La relación se llena de tensiones, la pareja no funciona, cualesquiera que sean las incidencias que ocurren, no aparece un motivo para esforzarse e intentar superarlas.
Ese final suele ser difícil y doloroso. De acuerdo a las estadísticas, solo una quinta parte de las parejas se separa en armonía y de mutuo acuerdo. La mayor parte de las veces solo uno de los integrantes se desenamora y la aflicción y pesadumbre que siente la persona abandonada la puede llevar a una reacción depresiva con su correspondiente período de llanto, evocaciones de tiempos mejores, búsqueda de un porqué… Otras se irritan, montan en cólera, trazan planes de venganza y juran no volver a enamorarse jamás.

Pero si nos detenemos a pensar en las posibilidades de que una sola persona sea capaz de ofrecernos para siempre todo aquello que necesitamos y buscamos en una relación, realmente son pocas. De ahí que el divorcio siempre estará presente como antídoto al mito del amor eterno, y como posibilidad de empezar de nuevo.

*Especialista en Psicología de la Salud. Centro Comunitario de Salud Mental Arroyo Naranjo

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