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Nosotros y los niños angolanos

Todavía me emociono cuando pienso en ellos. Acostumbrada a ver a nuestros niños, su plenitud y cuidados, me inquietaba verlos tan pequeños, solos, al borde de una avenida con riesgo de ser atropellados; descalzos, mal vestidos y con aquella dura expresión de tristeza y dolor en sus miradas

 

Autor:

Leticia Oramas

Miro las fotos en Angola. Me sorprendo: éramos unos niños. Y aunque muchos no comprendan ni compartan, fuimos allí movidos por nuestros mejores y más profundos sentimientos. Estos hacen que hoy todavía a 32 años nos encontremos a cada rato con una complicidad de afectos del que a veces no somos ni conscientes.

Mi mayor recuerdo: los niños angolanos. Todavía me emociono cuando pienso en ellos. En el avión iba leyendo el libro ¿Por qué somos internacionalistas?, dedicado a los niños angolanos. No comprendí en ese momento la intensidad de aquellas palabras.

Acostumbrada a ver a nuestros niños, su plenitud y cuidados, me inquietaba verlos tan pequeños, solos, al borde de una avenida con riesgo de ser atropellados; descalzos, mal vestidos y con aquella dura expresión de tristeza y dolor en sus miradas.

Cuando llegamos el primer día al predio, casi lo primero que vi fue a «Zapatico», así le llamaban los soldados nuestros de la guarnición que lo tenían como preferido. Sin decir palabra, extendía su mano, especialmente el dedo pulgar hacia arriba, en expresión de saludo. Es para mí, una imagen grabada. Creo que su nombre era George.

Recuerdo también cuando luego de un concurso de juguetes rústicos (construidos por los mismos soldados), le obsequiamos una carretilla y un caballito. Todos los días al llegar, veíamos ambos objetos guardados cuidadosamente debajo de la escalera. Él era el portavoz del grupo de niños, el enlace con nosotros, a través de él llegaban las ideas y necesidades de los demás, y hasta de su mamá cuando necesitaba una medicina.

Al lado de nuestro predio vivía Rosita. Delgadita, menuda, a pesar de sus nueve años, hacía las labores de la casa, cuidaba a sus hermanos, entre ellos, una de meses. Casi diariamente conversaba con Ledys y conmigo, le dábamos comida porque sabíamos de sus carencias. Le enseñamos a jugar yaquis. De regreso de vacaciones le llevamos juguetes y pudimos conocer su alegría infantil al recibir una muñeca.

Un día, de repente, apareció otro pequeñito personaje. Al regresar del trabajo nos estaba esperando y con ademán de adulto extendió su mano para saludarnos. No pasaría de los tres años. «Samí» ocupó el lugar de «Zapatico», cuando este se mudó. También era gracioso. Rápido se acostumbró a que nosotros, y todos, desde Ovidio, el responsable del predio, los muchachos Eudilio, Richard, lo consideráramos el preferido, al punto de que, si le dábamos algo a otro pequeño, se ponía furioso.

Una tarde organizamos una actividad con los niños. Llevamos merienda, juguetes rústicos, sellitos, libros. El niño angolano le daba valor a cualquier cosa por insignificante que pareciera, desde un caramelo hasta una revista Sputnik de aquellos tiempos.

Organizamos juegos de competencias. En reducido espacio creo que se reunieron alrededor de 60 niños del barrio. Pastor y Katy tiraban las fotos. Pavel hacía preguntas y al que más rápido respondiera le regalaba un sellito. Y aquellos niños, algunos de los cuales no iban a la escuela, las respondían todas: el Presidente de Angola, el de Cuba, el mejor futbolista… Me asombró que al enseñarles un sellito enseguida identificaron a José Martí.

Desde aquel día fuimos reyes magos. A Ledys y a mí nos llamaban por nuestro nombre en la calle, nos rodeaban. Era muy estimulante llegar, quizá ese día con cierto gorrión, y que diez o 15 niños corrieran hacia ti coreando tu nombre. Eran momentos especiales que no se olvidan.

Aproximadamente el 25 de diciembre, Día de la Familia Angolana, me dijeron que quería que fuera su madrina. Me puse muy orgullosa. El orgullo se transformó en risa, cuando le pregunté a Rosita qué significaba ser madrina y me dijo que era quien ese día regalaba juguetes.

En otra ocasión llegué con un montón de libros, todos de costumbre corrieron a recibirme y los repartí. Tímidamente, detrás de un jeep parqueado, se escondía una niña que como consecuencia de la poliomielitis había quedado deformada y para caminar tenía que apoyarse en manos y pies. Pensó que no alcanzaría libros pues no podía correr como los demás. Su sonrisa dulce me dio las gracias al regalarle un libro y una crayola que había reservado para ella.

Algo se ha escrito de todo lo que vivimos en Angola, allí dedicamos parte de nuestra temprana juventud, y nuestros más preciados valores. Algunos entregaron sus vidas, como Tony, Eduardito y Marquitos, de los que hablamos cada vez que nos reunimos. Sin embargo, tengo la impresión de que no se ha tratado mucho el tema de los niños angolanos. Son mi mayor nostalgia. Mi mamá pensaba que iba a venir con un negrito para Cuba. Tuve momentos muy tristes al regresar, recordándolos. Todavía hoy me emociono.

No he vuelto, sé que el país algo ha cambiado. Pero me pregunto, ¿podrán vivir hoy los niños angolanos con la plenitud merecida de su infancia? Lo dudo, como muchos otros en el mundo, sin juguetes, muchísimo menos comida, educación o salud.

¿Nos recordarán algunos de los que recibieron el cariño de los cubanos? Tengo la esperanza de que sí.

(Tomado de La Pupila Insomne)

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