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Crisol de estilos, propuestas y países

El filme Último cuerpo, de Carlos D. Malavé y coproducido entre Venezuela y Colombia, es uno de los que ya alcanza amplia resonancia en el público que asiste al Festival

Autor:

Frank Padrón

Apenas unos días y ya la 33 edición del Festival exhibe la diversidad temática, morfológica y geográfica a que nos tiene acostumbrados.

Dentro del amplio Panorama Latinoamericano (sección, como se sabe, no competitiva) los cinéfilos encuentran a veces mayores satisfacciones que en los títulos que pugnan por los Corales. Un caso de amplia resonancia popular ha sido el policiaco coproducido entre Venezuela y Colombia, Último cuerpo, de Carlos D. Malavé, en  torno al asesinato de un travesti, detrás del cual, el tenaz y valiente periodista Camargo descubre una vinculación estrecha con un  comisario.

La corrupción policial en sus altas esferas, el papel de la «crónica roja» —a veces más eficaz que la propia investigación de la policía—, los manejos politiqueros y otros asuntos de esta índole, no son nada nuevo en este tipo de cine, pero Malavé se las ingenia para que su filme, sin trascender una factura bastante artesanal, mantenga el ritmo, ligue los hilos argumentales con destreza y genere personajes pintorescos, como ese intrépido reportero que, en la piel de William Goite, logra echarse en el bolsillo a los espectadores.

Algunos diálogos artificiosos y pseudopoéticos —sobre todo al final— y un montaje gratuitamente caótico, afectan un trayecto que, sin embargo, se disfruta hasta el final.

No corre la misma suerte la comedia argentina Juntos para siempre, de Pablo Solarz, que compite en óperas primas.

Tampoco se trata de rastrear absurdas originalidades, porque la relación de un impasible escritor con sus criaturas, que lo «desconectan» de todo su entorno, es materia harto recurrente. Lo grave en Juntos para siempre es la poca simpatía que descubre el guión —del mismo director—, algo, como se sabe, imperdonable en cualquier relato humorístico que se precie de serlo.

Aun con situaciones que pudieron resultar muy simpáticas (como la pareja que arroja el sofá en tanto «presunto culpable» de una infidelidad), los parlamentos son tan retorcidos, los caracteres tan forzados en su diseño psicológico y las peripecias tan artificiales, que el intento sucumbe desde los primeros minutos.

En largos de ficción aspira a premios El infierno, del significativo cineasta mexicano Luis Estrada (La ley de Herodes).

Ese México violento, transido de drogas y luchas de bandas aparece magistralmente plasmado: es el país que «Benny» García descubre al ser deportado desde Estados Unidos, y solo encuentra en el narcotráfico la única posibilidad de ayudar a su familia y prosperar, pero el precio, lógicamente, será muy alto.

Amén de una contundente ambientación, Estrada consigue incorporar sabiamente el humor negro a la narración que, a propósito, transcurre sobre rieles pese al extenso metraje del filme. Los horrores que acontecen, los asesinatos y vendettas, se plasman desde una perspectiva cínica, al parecer única actitud de enfrentarlos y reflejarlos artísticamente, al menos según el criterio del realizador.

Mas lo ha hecho con tanta gracia, conocimiento de causa y vigor, que El infierno no solo se tolera, sino que hasta se disfruta. Las actuaciones del experimentado y siempre brillante Damián Alcázar (Satanás), y los no menos sobresalientes Joaquín Cossío, Ernesto Gómez Cruz y María Rojo, hacen el resto.

La perspectiva del viaje como proyecto de vida, solución o emprendimiento, signa la poética del brasileño Karim Aïnouz (Madame Satá), ya sea la joven que escapa de la municipalidad asfixiante (El cielo de Suely), ya el decepcionado que pretende con ello curarse de cuitas amorosas (Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo) y ahora la dentista que recorre el inmenso Río de Janeiro cuando su esposo le deja en el celular la noticia de que la abandona, en El abismo plateado, también dentro de la liza por los Corales.

Es evidente que su director resulta un empecinado en esto de concursar (y ganar) en importantes festivales, mas siente una especial debilidad por La Habana, acaso porque lo ha premiado mediante todos esos títulos; también, a no dudar, se trata de un preciosista, a quien le interesa mucho más la envoltura formal que lo interior.

Si con El abismo… fuera también galardonado, debiera serlo por las excelencias de su banda sonora y su fotografía. En el caso de la primera, importan más esta vez para la diégesis los ruidos, la música y hasta el silencio que el acontecer (apenas las 24 horas en la vida deambulante de esa mujer); por ejemplo, el sonido intenso de las olas que presiden la imponente Copacabana donde habita Violeta, la abandonada protagonista, implica una labor exquisita, y qué decir de la que realiza el destacado Mauro Pinheiro Jr., con los contrastes, los expresivos claroscuros y los efectos de «profundidad de campo» que emprende con su cámara.

Un momento de ejemplar confluencia de ambos rubros es una oportuna cita de la recordada cinta norteamericana Flashdance (1983), cuando el personaje remeda aquel inolvidable baile de la protagonista con el tema Maniaca, de Michael Sembello.

Lo que sí nunca obtendría este filme es un premio de público, francamente decepcionado ante la poca «almendra» que puede hallarse en esta historia que parte libremente de todo un clásico: la canción Olhos nos Olhos, de Chico Buarque, pero también hay que hacerle justicia: quizá como corto o incluso mediometraje, El abismo... fuera toda una obra maestra, si embargo, esta vez los aludidos méritos parciales, la conseguida atmósfera de soledad y abandono, y la notable actuación de la sensual Alessandra Negrino en el protagónico, no son suficientes, pero ya veremos qué opina el jurado, el cual, como generalmente ocurre, está inmerso en una árida y compleja disyuntiva.

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